El maestro no es el que te enseña, es de quien aprendes. He tenido muchos maestros que están ahí cuando tengo una de esas preguntas que no importa responder.
Ovidio fue un gran maestro, me enseñó que los dioses eran una imagen que creamos para tener la esperanza, la fugaz ilusión de que el todo tiene autoría y razón de ser, que, como nosotros, está sometido a sus pasiones. Me reveló que la omnipotencia es débil al grano de mostaza de sus emociones.
Oscar Wilde fue mi maestro precoz, “La vida imita al arte” me dijo, en una conversación con una taza de té, él vestía capa de terciopelo. Cuando lo encarcelaron por amar, su tragedia fue la más pura de sus ficciones. Cautivo, desde la pequeña ventana de su celda escribió, “Ese toldito azul que los presos llamamos cielo”. Es el toldo que veo desde mi ventana.
Shakespeare me enseñó la seducción de la tiranía, la atracción que ejercen esos seres repulsivos, la fatalidad de entregarse a la breve y adictiva venganza. Los impulsos gobiernan el alma, el tirano guarda dentro de sí a su propio tirano, la visceral satisfacción de saldar una cuenta que carcome su memoria selectiva.
Ricardo III corta cabezas, la sangre se diluye en el vino, se mira a sí mismo con el miedo que otros le tienen, y espera, como Macbeth, a que algo más fuerte amedrente su destino. Me enseñó que al destino nada lo amedrenta, los hados escriben nuestras memorias en humo.
Bukowski es mi maestro de la desesperación, cuando siento que me dejo llevar por mi debilidad, ahí está, como sus vicios y sus poemas, el más fuerte, el más débil, de los hombres, y me dice que debemos vivir con tal abandono, riesgo, entrega, que “a la muerte le de miedo llevarnos”.
Seguí su ejemplo, “la ambición es un lugar para gente sin ambición”, elegí un camino sin “objetivo de éxito”, ni cumbres que alcanzar, un camino en el que la única esperanza era no detenerse. Seguir, seguir, sin arrepentirse, sin vergüenza. Me dijo que “La creación es un acto solitario”.
Arte, belleza, palabras, ¿para qué? Para nada, no traicionar mi única vida, decidir que no hay más reglas que las que yo imponga en un conjunto de palabras que podrían no existir, nunca ser leídas y que eso sería la mayor libertad.
Montaigne. Los Ensayos, me dijo que podía escribir sobre la vida, que era nuestro único material. Me dijo que leyera por placer, que leyera y no buscara lecturas “útiles” “instructivas” leer, y hacerme compañía con personajes y autores.
Me dijo que ignorara todo lo que me habían dicho sobre literatura y el oficio de escribir, que leyera con impudicia, curiosidad y desorden. Todos los temas son válidos para llevarlos al papel, la belleza está en la forma, la forma. El fondo debe ser consecuente, el “Ensayo” es un divertimento, un ejercicio serio y erudito, buscar belleza en la trivialidad.
Mis maestros me enseñaron a desechar toda la educación que recibí durante años, en las escuelas, en mi familia, en mi entorno. Me dijeron “niégalos”. La libertad inicia con la palabra NO.
Deja un comentario
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.