Cuando el extrañamiento, entendido por mí de una nueva manera, me permite una mirada distinta a mi realidad cotidiana, me doy cuenta de que puedo hacer retratos con palabras o paisajes urbanos en prosa. Soy oriunda de la colonia Narvarte. Durante poco más de una veintena de años tuve que dejar el terruño para vivir en la Álamos, hasta que de pronto se volvió entrañable. La pandemia me devolvió a unas cuadras de donde había crecido. A mis casi 50 años, volví a reparar en los sonidos que constituyeron el paisaje sonoro de mi infancia. Al escuchar los mismos pregones, percibí que nada había cambiado, aunque todo había cambiado.
De pronto, la campana de la basura me pareció extrañamente entrañable, lo mismo que el grito del vendedor de gas o la mini quena de plástico del afilador. La cuestión es que mientras crecí escuchando eso, no reparé en que esos sonidos eran entidades simbólicas independientes, pero interdependientes entre sí para formar un conjunto más amplio. Sólo la edad, el regreso y el extrañamiento me permitieron abundar en la razón histórica de eso que constituye una atmósfera de vida para mí y mis vecinos. Volveré a esto.
1
Don Luis camina por Xola antes de las 7 de la mañana. Viene enfundado en su chamarra, con las manos metidas en los bolsillos. No levanta la vista del suelo. No sé dónde compra el pan (bolillo o mantecada) que sorpresivamente extrae de su mochila y, como ritual, parte a la mitad y entrega como oblación a los pájaros. No arroja el pedazo: lo desmenuza cuidadosamente hasta hacer migajas pequeñísimas. Mi perro lo observa desde la acera de enfrente, esperando recibir algo. Cuando los presenté, Don Luis sacrificó la porción ritual destinada a los pájaros para dársela a mi perro, sin que se alterara el orden cósmico.
Después del rito, que incluye saludar a los vecinos que caminamos desmañadamente con nuestros animales, Don Luis exhibe una voz delgadísima como él, como su piel, en un largo “bueeeeeeenos días, buenos días” (siempre con el mismo fraseo). La voz aguda es siempre un feliz augurio para los paseantes. Me recuerda el fraseo de la melodía sin letras de la mini quena del afilador. Don Luis, después de esparcir sus bendiciones (con una voz delgada pero antigua, casi prehispánica), se sienta en un banco en la calle y se dispone a cuidarla.
2
Cuando se vive en el primer piso o en planta baja, la campana de la basura puede alcanzar decibeles insospechados, más si se oye por la mañana. Una mano experta la sacude violentamente como si fuera un instrumento ligero, cuando no lo es: al pasar cerca del intérprete (quien la sacude aún con más fuerza para que el sonido traspase una especie de dimensión desconocida del cerebro), éste fija los ojos en el viandante, lo desafía con la mirada, sobre todo, si sabe que habita en las cercanías y que precisa de su servicio. La campana agita su badajo como un despertador, como un aviso de que un carro histórico se aproxima para hacerse cargo de los desperdicios de cada casa, de cada tienda, de cada restaurante.
Al investigar sobre el origen de la campana, me encuentro con que es un sonido característico de la Ciudad de México desde hace siglos. Me pregunto, mientras hago mi indagación, si la campana es una especie de bastón de mando que se hereda de generación en generación (o ¿Dónde demonios se compra eso?). Tengo la impresión de que la campana es milenaria, no como costumbre, sino que siempre ha sido la misma. Resulta que durante los siglos en que México fue uno de los reinos de la monarquía española, un carromato anunciaba su llegada mediante el sonido de una “campanilla” (dicen mis fuentes). Desconozco si se trataba de una campana de sonido desquiciante como la que hoy me despierta o si el anuncio se parecía más a un “tilín tilín” cristalino, propio de una campanita que llama a la hora del té.
Me inclino por la primera opción. El carromato pasaba lentamente y se detenía en puntos específicos a esperar a los vecinos que deseaban deshacerse de su basural. La basura también tiene su historicidad. El sonido brillante y limpio de la campana no es como el sonido apagado y sucio de las bolsas de basura y de los botes que se vacían: ahora, estos sonidos se subdividen y las botellas de vidrio tintinean (no como la campana) mientras los cartones murmuran y los desechos orgánicos crepitan. Cuando recibo mi bote limpio con un “listo, güera”, emito mi “¡buen día!” (corto y animoso, no como el de Don Luis) y la moneda que entrego choca contra el fondo plástico y vacío de una botella de Cloralex, atada al costado del camión.
3
Cada espacio tiene sus propios paisajes y retratos. O los tiene, quizá, sólo para quien los puede componer. Una cosa es la percepción automática de una atmósfera (inconsciente, no preparada por la razón, es decir, una experiencia) y otra es disponerse frente a lo que se sabe conocido para que sea descrito densamente y, de pronto, aparezca como algo completamente extraño. En Ojazos de madera (1998) Carlo Ginzbrug formula cómo el extrañamiento de algo que no era ajeno nos permite mirar lo cotidiano de manera completamente distinta. “Creo que el extrañamiento ─dice Ginzburg─ es un antídoto eficaz contra un riesgo al que todos estamos expuestos: el de dar por descontada la realidad (incluidos nosotros mismos)”. Volver a ver nuestra cotidianidad, con los ojos bien abiertos y los sentidos puestos en ella (y no en el celular), quizá nos ayude a evitar la distracción. A bajarle al ritmo dos rayitas. A valorar lo propio a partir de lo ajeno que resulta. Creo que el mejor ejercicio de extrañamiento que puedo recomendar en cine son dos filmes de Agnès Varda: Les glaneurs et la glaneuse (2000) y Visages, villages (2017). Si se animan a verlos, sabrán que deben hacer un ejercicio de paciencia, abrazar el tipo de narración y comprender que, a los ojos de la cineasta, hasta su propio cuerpo pudo resultar extraño.
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