Sabor y saber
Sara Baz

La deriva de los tiempos

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¿A quién estimamos actualmente como sabio(a, e)? El diccionario Gaspar y Roig de 1855 dice que sápido es sinónimo de sabroso, como ya sabíamos.

Lectura: ( Palabras)

Resulta que dos palabras que me son muy queridas, comparten etimología: se trata de saber y sabor. En diccionarios antiguos como el de Nebrija (1495) o el de Covarrubias (1611), se dice que saber implica tener el sabor de algo. Esta acepción implica que saber no quiere decir acumular conocimiento o saturar la mente con información, sino captar el sabor de algo que se intuye porque se tiene experiencia.

Me ocupo de estas cosas que a nadie le importan, porque considero que, para volver a las humanidades al centro de nuestro interés -empresa quijotesca- necesitamos regresar a las bases de nuestra lengua, pues es ésta la que ha configurado, entre otras cosas, nuestra visión del mundo.

Sabor es esa característica particular de algo que se prueba (se ensaya, se experimenta con los sentidos). Para los sommelieres y los gastrónomos, lo sápido es algo que tiene sabor (o, sea casi todo), pero un vino sápido es un vino que tiene una consistencia más densa y pesada en boca. Si nos metemos al diccionario de Autoridades de 1739, sápido es sinónimo de sabio, si bien, se advierte que se trata de una voz antigua. ¿A quién estimamos actualmente como sabio(a, e)? El diccionario Gaspar y Roig de 1855 dice que sápido es sinónimo de sabroso, como ya sabíamos. La RAE, en el diccionario de 1992, afirma que sápido se aplica a la sustancia que tiene algún sabor (no al sabor en sí).

Por su parte, el Larousse Gastronómico apunta que sápido es siempre una cualidad (de algo que es sabroso) y, añade, “agradable de sazonamiento”. El antónimo, insípido, lo empleamos con frecuencia para exaltar las cualidades de agua potable tanto como para decir que alguien tiene una presencia difícil de notar. Alguna persona resulta insípida cuando no deja huella, cuando no tiene nada para sacarle el sabor.

Ahora, vamos a la acepción intelectual. La versión de 1739 de Autoridades se relaciona al vocablo sabiduría con aquella característica del rey Salomón. Sapientia: conocimiento profundo, erudito de alguna cosa; también es el conocimiento intelectual y penetrativo de las mismas. El entendimiento, en términos aristotélicos, es una facultad. Facultad es la “potencia o virtud de hacer alguna cosa”; facultad es ciencia o arte, es decir, saber hacer. Encontrar el sabor de hacer algo.

Es bien cierto que este sesgo intelectual no nos sacó mucho de la esfera del gusto. La cuestión central es que la sabiduría ha estado históricamente relacionada con la acumulación específica de conocimientos, pero no es sinónimo de inteligencia; “lleva consigo elementos que no son exclusivamente cognitivos” (González y Pelechano, 2004, 964).

Estos mismos autores nos dicen que la sabiduría se ha relacionado también con un saber depurado y depositado durante siglos en repositorios conocidos como “libros de sabiduría” (pensemos en el libro bíblico en donde se concentra el discurso de Salomón, a quien durante mucho tiempo se le atribuyó la autoría de los libros sapienciales, es decir: Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los Cantares, Libro de la Sabiduría de Salomón y el Eclesiástico).

En un inicio, saber implicaba tener conocimientos para sacar adelante al grupo social, para sobrevivir y para garantizar el bienestar. Hoy en día, la palabra ha caído ciertamente en desuso; no he escuchado a nadie que estudie para ser sabio(a, e) o que tenga esa vana aspiración siquiera. La sabiduría suena tan antigua e inabarcable que, en el mundo competitivo contemporáneo, difícilmente se capitaliza. Pero y, si a raíz de la pandemia, ¿la sabiduría se estimara como algo parecido a las soft skills?

Saber permite resolver problemas; no todos los problemas, desde luego, pero se acude a alguien a pedirle consejo porque, en el fondo, la estimamos como una persona que sabe. Sabe por experiencia de vida, quizá de estudio y de trabajo. Sabe porque ha leído, se ha formado, ha escuchado, ha interactuado. Saber implica eso: manos a la obra, interacción y producción de resultados, cosas que no necesariamente se contienen en el conocer.

¿Para qué formamos estudiantes en la educación media superior o en la universidad? Porque nos interesa que tengan una “caja de herramientas” que les permitan tener un oficio o una profesión pero… ¿Realmente paramos mientes en todas las herramientas o sólo en las más técnicas? Por supuesto que me interesa que mis estudiantes tengan las habilidades necesarias para formular un proyecto, un presupuesto y evaluar sus resultados, pero también me interesa que aprendan a ser amables, solidarios y sobre todo, felices.

Saber: conocerse a sí mismo, como lo planteaba el Oráculo de Delfos y como lo entendieron Sócrates, Heráclito y hasta Galileo, significa diferentes cosas a lo largo del tiempo. Quizá una tarea pendiente de las humanidades, esos saberes medio desprestigiados que encuentran encarnación todavía en comunidades muy específicas, tendrían una nueva oportunidad si replantean qué debemos saber. Qué debemos enseñar, cómo y para qué.

Recientemente leí que los casos de anhedonia, es decir, la incapacidad para sentir placer o cualquier tipo de motivación, están aumentando de manera alarmante en virtud de las preocupaciones y ansiedad que produce la vida contemporánea. Levantarse, ir al trabajo, regresar, hacer lo básico y dormir (Gaceta UNAM, Daniel Robles, 15 de enero de 2024).

El ciclo no promete, es un círculo vicioso. Pensar en lo multifactorial de las causas que nos han llevado a esta vida es sumamente abrumador, pero también lo es tratar de abordar los problemas emocionales de nuestros estudiantes con una estrategia de rigidez, del “así ha sido siempre”, del “foguéate porque afuera la vida es dura”. Sí lo es, pero creo fervientemente que una vuelta a las humanidades implicaría enseñar a tomarle sabor a la vida. De ahí el placer cuasi carnal, cuasi malsano que me produce revisitar la palabra sabiduría.

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