El hilo que restaña
Sara Baz

La deriva de los tiempos

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La tallerista nos preguntó si queríamos bordar, todxs abrimos los ojos, unas con miedo, otras con gusto porque tienen experiencia.

Lectura: ( Palabras)

Gracias a Tania, Ceci, Grey, Maye y Andrea por esta experiencia de deconstrucción.

Tenía muchas ideas para hacer esta columna y, no sé por qué, me decantaba por escribir sobre deepfake en la era de la posverdad, me quedé en una de esas lecturas cuando llegó la hora del taller. Estoy, junto con otras compañeras, coordinando un taller de actualización docente y hoy tocaba el de bordado como activismo y resistencia. La persona que impartía, Tania Andrade Olea, llegó con una energía paquidérmica (o sea, mucha, bonita y tranquila) que absorbí sin querer. Sacó numerosos paños tensados en aros de madera, de ésos que no veía desde que renegué de mi educación en el colegio de monjas.

Me encontré con trozos de tela escritos y a medio bordar, me sobrecogió una sensación: la de leer los textos, pues se refieren a víctimas de desaparición y/o feminicidio. También me erizó la piel ver hilos y agujas, sentir los paños, recordar -por obra de una extraña memoria corporal- lo que se siente tensar la tela en el aro: tensarla para leer bien, para leer fechas y nombres con el respeto y la distancia de quien se acerca a una lápida desconocida, pero también tensarla porque mi abuela me hubiera dado un coco si me viera bordando en la tela aguada. ¿Si me viera bordando? “¡Jamás!”, pensaba mi yo de hace dos horas. Bordan las mujeres, las mujeres antiguas que encontraron espacio en su vida para hacerlo. En menos de un minuto entendí que el bordado es un acto ritual, de producción simbólica y de memoria.

Tania nos invitó a ver con detenimiento todos los paños que se extendieron sobre las mesas, me dio miedo estirar la mano, tocar. Al cabo, no pude resistirme y, otra de mis compañeras, también hizo lo mismo que yo: voltear la tela para ver la parte de atrás. Me regañé porque esa curiosidad profana me parecía irrespetuosa y bestial, pero Tania nos instaba a relacionarnos con las telas de la manera en que quisiéramos. Absoluta libertad. Durante varios minutos pasé las manos por las telas: había algunas puntadas que producían texturas y letras y que me resultaban hipnotizantes.

Me regañé otra vez… “¿Cómo puedes sentir placer cuando se trata de piezas que son memoriales?”, me dije con la voz y la ceja levantada de mi mamá, cuando me llegaba a pellizcar como correctivo. Parecía que Tania nos leía la mente; me tranquilizaba diciendo que en estas cosas también hay belleza. Después me animé a confesarle que tenía el doble de culpa por haber volteado las telas para buscar (sí, lo que van a leer) si había esos nudos terribles que yo dejaba en mis bordados escolares que terminaba mi mamá, aunque eran sus “regalos sorpresa”.

Me hubiera dado mucha frustración encontrar lo que esperaba: un bordado limpio, con nudos pequeños. Encontré, por el contrario, bordados con muchas manos, unas menos experimentadas que otras, con hilos de varios colores en una misma palabra, en el mismo texto, en el mismo lienzo. Encontré palabras concatenadas en el reverso de la tela mediante largos hilos sujetos por dos puntos distantes, preparados para salir a la superficie e iniciar una nueva secuencia de letras.

Encontré que el bordado prolijo, ése que odié en mi más tierna infancia y que me educó para repelerlo como una “simple actividad de mujer ociosa” (eso pensaba), no era quizá tan ritual como los trozos de tela que yo estaba tocando. En eso, Tania nos hizo notar que son obras de muchas manos y por eso son como palimpsestos: escrituras en hilo que se sobreponen a la escritura realizada con un plumón. Palabras inconclusas que se quedan listas para ser retomadas por otros dedos, por otra aguja y por otros ojos que, a lo mejor, no quieren seguir el juego cromático planteado por su predecesora. Porque es indudable que quienes bordaron esos inicios son mujeres también, ¿o no?

La tallerista nos preguntó si queríamos bordar, todxs abrimos los ojos, unas con miedo, otras con gusto porque tienen experiencia. Convertimos el aula en un grupo de bordado: la actividad era completamente libre, es decir, yo podía bordar bien o mal, en azul o en rojo, elegir palabras y puntadas, y no iba a pasar nada malo. Nadie me iba a arrebatar la tela para corregirme, nadie iba a cortar los nudos de atrás murmurando barbaridades contra mí, nadie me iba a ver con el ceño fruncido y los ojos de “pero cómo te atreves…” No sé si a ser tan mala con las manos, a violar el pacto gremial femenino perpetrando mis nudos y puntadas raras, no sé a qué.

El hecho es que me atreví: tomé un aro con decisión, tomé el hilo del color que más me gustó y tomé también la aguja, enhebré como si viera bien de cerca y como si lo hubiera hecho ayer. Sentí cómo una especie de autoridad femenina se apoderaba de mí, pero no de la Sara que está en mi cabeza sino de mi cuerpo. Tomé la aguja y empecé a meter y sacar, asomaron letras sorprendentemente bien hechas para lo que tenía como mi propia expectativa. Nos sentamos a bordar durante cerca de dos horas.

Lo que sucedió fue que se produjo un ambiente de mucha afabilidad, de calidez, en donde nos preguntábamos cosas, nos respondíamos quedito y con amor, en donde cuerpos e individualidades vencieron reticencias de edad y género y se acercaron a mostrarse sus bordados y a pedir consejo; se produjo un ambiente en donde se ofreció cuidado. El aro que tomé tenía un trozo de tela de trama muy abierta, color lila, el nombre que estaba en el encabezado era el de Fátima Cecilia Aldrighetti Antón, una niña de 7 años que fue víctima de violencia sexual y feminicidio en 2020. Leer el texto completo me hubiera implicado sacar la tela del aro y no lo hice porque sentí que profanaba: me conformé con leer fragmentos y adivinar la historia. Después busqué información para completar lo que había leído en la tela y lo que había escuchado en las noticias tres años atrás.

Cada puntada abrió una incisión, obvio, en mí y en la tela; dejó pasar un hilo grueso y azul que oí correr como con sangre. Pensé en el tipo de acción, en la resistencia que representa bordar en lugares públicos estas piezas-memorial, en el archivo que Tania tiene consigo y que ha reunido a través de doce años, en el dolor que se gestiona, pero también en la esperanza que produce creer en que las acciones cambian sociedades. Sentí cómo el hilo restañó algo dentro de mí, algo roto y vuelto a romper cada día que escucho las noticias. Sentí cómo el hilo me habló mejor que nadie de la posverdad y de cómo bordar es una resistencia también frente a la inteligencia artificial y a toda forma de deepfake.

Dejé la idea original que tenía para esta columna. Paré, el hilo restañó corazones en la sala, como también lo hizo con las madres buscadoras que llegaron al parque donde se reúne el colectivo a bordar y encuentran el trozo de tela que habla de la desaparición de su hijo. Me pareció un momento de pura experiencia; un momento no narrativo, que no produce “sentido” que no se puede intelectualizar y, por eso, es más valioso que nada.

Mis dedotes, torpes y cortos, participaron en una acción ritual por la memoria de una niña cuya muerte, en su momento, lamenté, pero no de la manera en que lo hice con el bordado. El hilo me restañó y me reconcilió con aquello que rechazo, equivale al “llorar bonito” de Diego Fonseca, capítulo final de Esto es un ensayo. Y me sentí bien. ¡Gracias Tania!

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