Aeropuertos de ayer y hoy
Juan Patricio Lombera

El viento del Este

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Los de la cola acusan a los funcionarios del aeropuerto de hacerlo aposta para dejar que se despeje el tráfico humano de los mostradores.

Lectura: ( Palabras)

Casi 5 años han pasado desde que López Obrador hiciera descarrilar  el proyecto del Aeropuerto de Texcoco. Mucha gente sigue recordando con tirria, como si de una agresión personal se tratase, esta decisión.  Los aeropuertos se consideran el primer escaparate de los turistas y un anticipo de lo que les espera en el país de llegada. En el caso del aeropuerto Benito Juárez ese dicho encaja perfectamente. Grandes masas de turistas se vuelcan hacia la salida del avión tras 12 horas de vuelo, con el afán de quitarse el agobio producido por esa cárcel aérea.

Las aerolíneas, para adormecer la sensación de claustrofobia de los pasajeros, instalan una televisión particular donde se pueden ver toda clase de películas y jugar en otros tantos juegos. Leer, en cambio, es una actividad sospechosa y de difícil ejecución en el avión, ya que los pasajeros bajan las persianas de las ventanillas en un absurdo intento de dormir. Por otra parte, la supuesta luz individual te obliga a leer con los brazos estirados y aguzando la vista. Pero volviendo a esa masa de turistas ansiosos de libertad, nada más avanzar 100 metros se encuentran varados cual ballena en playa, pues un funcionario, tal vez intencionadamente, ha olvidado abrir la puerta que comunica ese pasillo con los mostradores de inmigración.

Los de la cola acusan a los funcionarios del aeropuerto de hacerlo aposta para dejar que se despeje el tráfico humano de los mostradores. Al cabo de un tiempo se oye el chirriar de la dichosa puerta. La masa ha conseguido pasar a la siguiente fase y avanza por un laberinto de escaleras y pasillos dignos del mismísimo Dédalo para llegar a la cola suprema: ahí se decidirá su ingreso en el país. Además de la estrechez de los pasillos para tanta gente, el hecho de que los techos sean bajos genera nuevamente una sensación de agobio. No obstante debo reconocer que en este punto sí he notado una gran mejoría. Así como en los aeropuertos europeos hay una cola para comunitarios y otra para foráneos, en México hay una cola para extranjeros y otra para connacionales.

Cómo la situación económica del país no es exactamente la mejor, no son muchos los mexicanos que viajan allende fronteras por lo que llegar al mostrador de seguridad es un proceso veloz. Además, ya no se pide el dichoso FM2. En otro tiempo si el formulario estaba fechado con antelación de años, el funcionario te podía hacer preguntas sobre tu residencia y, eventualmente llevarte al cuartito oscuro. En cambio ahora, presentas tu pasaporte, dices tu lugar de residencia y pa’ lante. No acababa de superar mi asombro ante la eficiencia de las autoridades cuando llegué a la cinta de las maletas.

En menos de 5 minutos, la lengua circular empezaba a escupir nuestros enseres. Dirigí mis pasos hacía la última prueba: la aduana. Años atrás existía un misterioso oráculo en forma de semáforo que determinaba el acceso o no del viajero. Al apretar un botón, una luz sentenciaba la suerte del susodicho. Si la luz era verde, el interesado podía avanzar. Si la luz era roja, estaba obligado a pararse en seco a la espera de que las autoridades revisasen las maletas. Hace años, cuando visité el país con otros amigos todos obtuvimos la gracia del oráculo, salvo mi actual esposa.

En una época de fiebre porcina en Europa, ella traía embutido español en la maleta. Amén de la multa correspondiente por mentir, nos exponíamos al decomiso de los manjares por parte de las autoridades. Estas, pensábamos,  no tendrían ningún empacho en comerse las viandas pese al riesgo de estar contaminadas. Hace un par de años, a mi hermano le decomisaron embutido, pero le ofrecieron la posibilidad de dejarlo en un refrigerador y recuperarlo cuando se fuera. Por muy increíble que parezca, los chorizos y jamones estaban ahí cuando mi hermano se presentó para reclamarlos antes de volver a Europa.

En aquella ocasión en que pensábamos que perderíamos nuestros productos alimenticios,  se me encendió el foco y le dije al policía: -Es mi prometida, oficial, dele chance. Al dirigirse a un policía mexicano, ya sea para ofrecerle una mordida o pedir su ayuda (si es que se llega a estar tan desesperado como para realizar ese acto) hay que interpelarlo como oficial. Al menos, esa era la regla cuando yo era joven. Por alguna razón les gustaba ese reconocimiento y, sinceramente, no creo que eso haya cambiado con los años. Ni eso ni lo de la mordida.

Al excelentísimo oficial le hizo gracia mi petición y por una extraña coincidencia milagrosa recibió el mensaje de que los de atrás traían harina. Dudo que ese producto alimenticio estuviese entre los prohibidos, pero el policía acabó pidiéndonos que nos fuéramos y no inspeccionó la maleta. Todo lo anterior ha quedado para la historia. En la actualidad, existen dos puertas. Una para los viajeros que no tienen nada que declarar y otra para los portadores de productos ilícitos, ansiosos de declarar ante las autoridades y evitar un castigo por haber mentido.

Yo enfilé mis pasos hacia la primera puerta. Ya iba a llegar cuando una agente de seguridad me detuvo y acercó al oráculo de estos días a mis maletas; se trata de un mastín perfectamente adiestrado para detectar drogas y comida. Recordé que al facturar en Madrid descuidé mi maleta de mano por un instante. El primer pensamiento que me atravesó la cabeza fue “y si me metieron algo”, sin albur. Empecé a sudar, mientras que el perro policía olisqueaba precisamente esa maleta siguiendo las instrucciones de su ama. Curiosamente ella no parecía estar interesada en la maleta grande o mi porta documentos.

El perro no ladró. No obstante, la representante de la autoridad no se quedó conforme con el fallo del chucho y me preguntó: -¿No trae comida? -No, oficial -respondí con convicción. Me escrutó la cara un instante y finalmente me despidió con una sonrisa y un “bienvenido a la ciudad de México. Que tenga una buena estancia” Acostumbrado como estoy a las miradas de póquer de los oficiales y a su trato despectivo hacia los latinoamericanos no me costó aguantarle la mirada. Y menos aún tras me despedirme con una cálida sonrisa, impropia de toda autoridad que se precie. Ya me encontraba en México. Ahora, la última prueba hercúlea de un viajero que llega a la capital consiste en llegar sano y salvo al hotel o morada preparada para tal efecto.

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