– Buenas tardes “licenciado”, Cómo te fue en tu viaje a Japón?
– Pues ya sabes Carolina, reuniones de trabajo para promover la inversión en México, asistir a la inauguración del centro cultural mexicano-japonés en Osaka, visitar el palacio imperial y, por último, ir a una orgía etílico-sexual en la casa de un empresario.
– Muy sufrido ¿no?
– Pues sí, pero qué se le va a hacer, así es esto del abarrote; lo que se pierde en chile se gana en camote. ¿No me ha llamado nadie? ¡Ah!, por cierto, me acordé de ti y te traje un kimono.
-Seguro que era para tu esposa gorda y al no entrarle decidiste pasármelo a mí.
-Cómo crees, yo sería incapaz de ello –respondió entre risas confesionales.
– Al ratito me lo pruebo, “gracias”. Pasando a otras cosas, te llamó el embajador francés, Paul Moulin. Quiere concertar una cita contigo para afinar algunos puntos sobre la visita de Chirac.
– ¡Pinche Paul!, siempre tan detallista. Llámale y dile que no me presenté a trabajar hoy por el cansancio del viaje.
– Como quieras, pero no se la va creer- respondió la asesora.
– Me vale madres si se la cree o no -dijo en tono resignado el canciller- Mejor pensemos en cosas más agradables – agregó, echando una mirada indiferente hacia los senos de Carolina.
Ella se dirigió a la puerta, la cerró y caminó hacia el escritorio para rodearlo y sentarse en las rodillas del diplomático.
– Te extrañé mucho, ¿sabes? -dijo Carolina, acompañando sus palabras con un beso.
– Yo también -contestó con voz apagada el Secretario.
– Mentiroso.
Empezaron entonces los besos en los senos, mientras Carolina buscaba deshacer el nudo de la corbata de Eduardo.
– Ahora no -dijo suplicante el canciller-. Mejor ponte el regalo que te traje -sugirió.
– Bueno, nomás porque estás cansadito y pa’ que no digas que no te consiento.
Carolina se dispuso para hacer un streaptease más, cuando sonó el teléfono; contestó y, después de conversar un rato, se despidió con un “en este momento el licenciado se encuentra en una reunión, pero tan pronto se desocupe le daré su mensaje, señora Corcuera”.
– Era tu esposa. Me dijo que estaba en el hospital porque Ernesto se encuentra enfermo. Que ojalá la puedas alcanzar en el Dalinde.
– ¿Qué tiene mi amigo? -preguntó él.
– No me quiso decir, pero me comentó que Ernesto estuvo delirando toda la mañana y que en sus desvaríos mencionaba mucho el nombre de Barranca Honda.
El Secretario palideció y se puso su saco disponiéndose a salir.
– Dile a todas las personas que me llamen hoy lo mismo que a Paul, ¿de acuerdo?
– No te vayas, esto se va a poner bueno -dijo Carolina, abrazándolo por detrás cuando se dirigía a la puerta.
– Lo siento, pero de veras me tengo que ir.
Tras un beso formal y una promesa de “luego te llamo”, el canciller abrió la puerta y se dirigió con prisa al elevador.
***
Los dados desfilaron en la mesa, seguidos de los ojos nerviosos de los dos jóvenes, para detenerse en la suma del número seis.
– Pinche Eduardo -comentó Ernesto-. Me cae que cada vez que tiras por la Unión De Cultos perdemos.
– ¡Oh!, no jodas -respondió Eduardo, ardido por el comentario y por la derrota del equipo.
La Unión De Cultos formaba parte de un juego de fútbol en el que los resultados se definían al azar. Pero, más que eso, la U.D.C. era la selección de Ernesto y Eduardo que competía en ese supuesto mundial. La pasión por ese juego dominaba sus vacaciones; en las mañanas jugaban en la laguna. En las noches todo era elegir, por diversos medios, los equipos participantes de la copa del mundo, escribir todos los partidos y esperar que la U.D.C. fuese la campeona en esa ocasión; pero esa noche la suerte estaba en su contra.
– ¿Qué hacemos ahora? ¿Volvemos a jugar? -preguntó Ernesto.
– Me da hueva -contestó Eduardo.
– Deberíamos haber comprado la botella de ron, y así nos podríamos empedar ahora y olvidar las derrotas. Pero como siempre ¡te rajaste!
– Cómo se ve que no estamos en la casa de tu abuela y que no es a tí al que regañarían en caso de que nos cachasen -replicó ardido Eduardo-. Tengo una buena idea: ¿Por qué no vamos a Barranca Honda?
– ¿Qué hay ahí?
– Dicen que el 30 de abril de cada año invocan al diablo.
– Cuántas veces te he dicho que Dios y el Diablo no existen, tan sólo son una invención de unos cuantos hombres para controlar a las masas -comentó Ernesto, basándose en sus típicos argumentos marxistas.
– Ya sé que Dios no existe, pero aún así ha de ser interesante ver, aunque sea de lejos, los ritos de estos campesinos ignorantes.
– No sé, puede resultar peligroso si nos descubren.
– Mira quién se está rajando ahora -replicó Eduardo, buscando picarle la cresta a Ernesto.
– Esta bien, vamos nomás pa´ que no digas que me estoy rajando. ¿Crees que le interese ir a Alán?
– No sé, pregúntale.
Era su primera visita a Tequesquitengo y, a pesar de que le gustaba mucho el fútbol, Alán no era partidario de los juegos de azar, por eso, se había ido a dormir sin querer participar en aquella pasión de Ernesto y Eduardo.
Ernesto se levantó y se dirigió al cuarto de al lado.
– Alán… despierta -dijo sacudiendo el hombro del “bello durmiente”.
– Mmmmh…
– Despierta Alán.
– No jodas, pinche Ernesto. ¡Déjame dormir!-replicó molesto, soltando un golpe al aire.
– Tranquilo, güey, sólo venía a decirte que vamos a ir a Barranca Honda. Según Eduardo hoy la gente del pueblo invoca al diablo y pensamos que sería divertido ver los ritos de los campesinos. ¿Vienes?
Después de un minuto de “profundas” reflexiones, Alán se decidió. Bajaron las escaleras del bungalow donde dormían y enfilaron sus pasos hacia la carretera por el pasillo de cemento anexo al jardín de la propiedad. Al llegar a la puerta que daba al camino saltaron la barda, haciendo el menor ruido posible, para evitar que el ruidoso candado de la puerta metálica despertara a la abuela de Eduardo. Una vez fuera caminaron hacia el oeste alrededor de 10 minutos hasta llegar a Barranca Honda, cuyo paisaje se dividía en dos partes. Del lado izquierdo del camino, el que daba al lago, sólo había lirios y plantas acuáticas y una enorme mancha negra sólo violada por algunas luces de casa donde la gente permanecía despierta, a pesar de la hora avanzada de la noche. Del lado izquierdo de la carretera, en cambio, tan sólo se veía un cerro lleno de arbustos y espinas.
– Pues yo no veo nada. ¿Dónde están los fanáticos adoradores de Satanás? -comentó Alán en tono de burla. – Todavía no hemos llegado. Es pasando el cerro -respondió Eduardo.
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