Historias de genocidios (IV)
Juan Patricio Lombera

El viento del Este

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“El remedo de hombre que estaba ante mí no habría tenido las fuerzas para levantar su puño y darme un golpe siquiera.”

Lectura: ( Palabras)

-Muy bien. Sólo tendrá media hora para hablar con el prisionero.

Hizo sonar un timbre y en menos de un segundo, un soldado se presentó, saludó y cuadró a la espera de recibir instrucciones.

-Cabo, haga el favor de acompañar al detenido a la celda del prisionero que nos trajeron anteayer. Los dejará  a solas pero se asegurará de que el reo está bien inmovilizado.

-Sí señor –respondió como autómata el cabo. 

 -Una cosa más, señor Estrada, debe dejar aquí su dinero, cinturón, bolígrafos e incluso los cordones de sus zapatos que le serán devueltos a la salida. Cualquier cosa que le pudiera ayudar al preso a liberarse o suicidarse.

Después de que me medio desnudara, el cabo me condujo escaleras abajo a una zona de mazmorras bastante mal iluminadas, aunque limpias. Finalmente se detuvo en una de las puertas, abrió y me ordenó:

-Espere aquí a que ate al preso y luego podrá entrar.

Mientras que el cabo se ocupaba del prisionero, Yo me fijé en éste. La verdad es que las precauciones que estaban tomando eran completamente innecesarias. El remedo de hombre que estaba ante mí no habría tenido las fuerzas para levantar su puño y darme un golpe siquiera. Su cuerpo estaba lleno de marcas de colillas de cigarrillos. Apenas podía ver de la cantidad de golpes que había recibido y tenía pequeños tajos realizados con navajas a lo largo y ancho de todo su cuerpo, sobre todo a la altura de sus testículos. Ni siquiera le permitían portar prenda alguna. Luego, durante nuestra conversación él me diría que los arañazos eran una caricia comparados con las descargas eléctricas en los testículos.

-Ahora te voy a dejar un rato con este señor y vas a responder a todas sus preguntas, ¿de acuerdo? Si no, ya sabes lo que te va a pasar.

El reo asintió con la cabeza. Por un momento pensé que no podría ni hablar, pero luego comprobé que me equivocaba pese a que su voz era muy bajita. Cuando el cabo nos dejó finalmente solos formulé mi deseo.

-Quiero saber todo lo que me puedas contar acerca de Rosa María.

-Ella se incorporó al movimiento, algunos meses antes que yo, pero aún así alcancé a compartir parte de nuestro adiestramiento con ella y luego fuimos destacados en la misma brigada. De hecho hice toda mi carrera a su lado. Era ese tipo de mujer bragada que quería ser más macha que los propios hombres y, una vez que fue ascendiendo, se convirtió en una dirigente muy estricta. Incluso mandó arrestar a un compañero tan sólo porque durante la formación se le habían caído unas monedas y se había agachado a recogerlas. No le voy a engañar. No la queríamos y ella no hacía nada por caernos en gracia. Supongo que el hecho de venir de una familia acaudalada y ser mujer la obligaban a mostrarse distante y autoritaria para ganarse el respeto de la tropa. Sí, ya sé que la información que difundimos siempre habla de igualdad entre sexos, pero somos hombres y hay cosas que no desaparecen por mucho marxismo y teología de la liberación que se nos inculque.

Debo reconocer que siempre tuvo muy buenas  ideas estratégicas a la hora de presentar cara a nuestros enemigos. De hecho, ella se opuso frontalmente al ataque a Las Rosas, pero el Consejo Supremo decidió que era imprescindible recuperar esa plaza y ya vio como acabó todo.

-Sí con la huida hacia Todosantos donde finalmente los cercaron.

-Eso fue lo que dijeron, pero el combate fue en territorio mexicano. Eso sí había algo enfermo en ella cuando hablaba de los ricos. Para ella eran como el mismísimo chamuco y la única vez que se le castigó no fue por incumplir una orden o encarar a un superior, sino simple y llanamente por mostrarse sádica con un hacendado que nos había recibido sin mostrar la más mínima resistencia. Aparentemente la conocía y comenzó a interpelarla cuando ella le cerró la boca a fuetazos limpios, sin importarle que el anciano estuviera atado de pies y manos. Incluso sacó la pistola y cortó cartucho. Lo abría matado de no ser porque la separamos.      

Tenía el alma emponzoñada y cuando hablaba de los terratenientes parecía que estuviera describiendo al mismo diablo. Es más estoy seguro de que los odiaba más que a los propios militares. Para ella, éstos no eran más que unos esclavos al servicio de los otros. En cambio, los caciques eran los verdaderos amos y los responsables de nuestro atraso y, quizá, de algún agravio personal que le hubieran hecho. El caso es que fuimos a Las Rosas y nos hicimos con facilidad con la plaza, lo cual resultaba demasiado sospechoso, ya que semanas atrás el ejército había dejado morir a muchos de sus hombres  para arrebatarnos el poblado. Deberíamos haber sospechado, pero atribuimos el éxito de nuestra misión a un golpe de suerte. No llevábamos ni media hora en el lugar cuando empezaron a oírse jeeps a lo lejos. Inmediatamente Elena ordenó el repliegue, pero el ejército ya nos había rodeado. Nuestra única escapatoria era entonces escapar por el cerro, pero el avance sería lento, dado lo escarpado del terreno  y nos convertiríamos en blanco fácil de los militares.  Fue entonces, cuando ellos empezaron a disparar hacia los edificios. En un primer momento no entendí qué pasaba, pero, al igual que el resto quise aprovechar el reposo que nos daban los soldados para huir por el monte. Ya casi iba a llegar a la cima cuando me hirieron en la pierna. Por un momento pensé en suicidarme y ahora lamento no haberlo hecho. Lo que había ocurrido era que los compañeros francotiradores nos habían dado paso. Todos ellos murieron. Se puede decir que se sacrificaron por nosotros. Sabían que si no se movían los acabarían  localizando y matando. A partir de ese momento empezó mi tormento. Estos hijos de puta son unos expertos en torturología. Podrían escribir enciclopedias enteras. Aguanté todo lo que pude y finalmente les conté nuestro plan de evasión en caso de que algo saliera mal. Me llevaron con ellos en la persecución

Conscientes de que podría delatarlos, mis compañeros cambiaron la ruta, sobre la marcha dirigiéndose hacia la frontera en lugar de ir al este. Pero pronto volvimos a dar sobre sus pasos que nos condujeron a Todosantos. Se veía que habían pasado por ahí y que habían obligado a los campesinos a darles ayuda y alojamiento. Aún salían humaredas. A partir de ese momento, el capitán se volvió loco. Arrestó a unos cuantos campesinos y los torturó. Éstos confesaron haberle vendido comida a los rebeldes. Hizo desenterrar la caja con un dinero para reparaciones y reunió a todo el pueblo a espaldas de la pared de la iglesia, mientras un piquete de soldados se apostaba frente a ellos.

-Ustedes ayudaron a los rebeldes que veníamos persiguiendo –dijo mientras agitaba el fajo de billetes que habían encontrado. Esa traición la van a pagar con la vida.

Acto seguido se dirigió al pelotón, dio las órdenes correspondientes, y mandó fusilar al centenar de habitantes del pueblo sin importarle los niños, ancianos y mujeres que se encontraban entre la masa.  Ninguno de los soldados se atrevió a desobedecer. Cuando cayeron abatidos los civiles, ordenó a sus hombres repasarlos uno a uno, sin importar que ya estuviesen muertos. Sólo ahí, en casos muy aislados, pareció resurgir la humanidad de alguno de ellos, al que le daba reparo meterle una bala en la cabeza a un bebé. Pero más miedo les producía su capitán y nomás hizo falta un grito para que el soldado cumpliera la orden. Esa noche, me tocó amontonar los cadáveres, echarles gasolina  y quemarlos.

Al día siguiente seguimos la persecución y cruzamos el Usumacinta. Ningún soldado mexicano nos salió al paso A unos cuantos kilómetros de las ruinas de Yaxchilán había un campamento de refugiados, que era donde muy probablemente se habían ido a refugiar. Antes de llegar ahí nos recibieron con una andanada de balazos. Esta vez no los cogerían desprevenidos. Sin embargo, el capitán pidió parlamentar y amenazó a Elena con usar la fuerza aérea y destrozar el campamento si no se rendían.

-Me da igual que estemos en territorio mexicano. Si hace falta llamo a la base aérea  más cercana y hago cenizas este lugar.

Finalmente, ella dio órdenes de rendición a sus soldados. Los montaron a todos en varios transportes estrechamente vigilados y se los llevaron de vuelta a Todosantos. Ahí se volvió a repetir la historia. Paredón y fusilamiento, aunque sin incineración. Sólo a ella la dejaron viva. Pensé que la querían torturar para sacarle información. En realidad querían divertirse a nuestra costa.

En ese momento hizo una pausa prolongada. Parecía debatirse en su interior sobre si seguir o no. No se atrevía a levantar la mirada.

-Sigue –le ordené.

Me drogaron y, cuando ya estaba volando, me obligaron a violarla. Una vez que hube saciado sus ganas de diversión, me dieron un arma para que la matara.

-Elige. Si no la matas, tú lo haremos nosotros, pero entonces también te mataremos.

La miré a la cara. Las drogas no me habían afectado tanto como para no darme cuenta de la hijoputez que me estaban pidiendo. Quería morir y por un momento pensé en darme el tiro a mí mismo. Alcé la mirada hacia ella y por primera vez en la vida, vi cómo empezaban a asomarle las lágrimas en los ojos. Antes de darle a éstos mierdas la satisfacción de que la vieran llorando levanté el arma, apunté a la cara y disparé con los ojos cerrados.

Ahora que te he contado lo que querías saber, quiero pedirte que me mates.

Esta es la única ocasión que tendré de salir de este martirio. Con que rompas la bombilla y me cortes la yugular bastará. Ellos no te harán nada. Creerán que se trata de una justa venganza y respetan a los hombres que se toman la justicia por su mano. Por favor –suplicó.

Me le quedé viendo a la cara un momento, antes de decirle con desprecio:

-Debiste haberte pegado el tiro cuando tuviste la oportunidad. Adiós.

Dijera lo que dijera Quirate, había cosas que nunca podrían justificarse. Cumplí con mi palabra y nunca dije nada. En la puerta me esperaba el cabo con mis pertenencias. Al día siguiente, me pasé a una joyería a comprar un anillo de compromiso para Susana. Rosa María tenía razón. Lo nuestro habría acabado muy mal. Sin embargo, me di cuenta de que ni siquiera había venido por ella, sino para evaluar mi decisión de marcharme a otro país. Había hecho lo correcto; no podría seguir viviendo en un país tan ávido de sangre sin convertirme en un cínico indolente.

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