Habían pasado varios años desde el fatídico día de mi no boda. Yo ya llevaba tres años saliendo con una porteña guapa, pero no me decidía siquiera a invitarla a venirse a mí casa a vivir y mucho menos digamos a casarnos. Una mañana leí en el Clarín que las tropas habían abatido a la Comandante Elena en Todosantos, merced de una brillante operación desarrollada por los jabalíes. Esa misma tarde, a través de la onda corta pude sintonizar Radio Triunfaremos y aunque la alocución tan sólo duró unos minutos, ya que el ejército rastreaba la señal y mandaba sus bombarderos a destruir el puesto de emisión, pude oír cómo confirmaban la muerte de la camarada Elena y acusaban al Gobierno de haber cometido una sangría en el poblado de Todosantos. No estaba seguro, pero tenía el pálpito. Al día siguiente mis sospechas se confirmaron. La Comandante Elena no era otra más que Rosa María Barragán, mi ex novia. En la misma página del periódico se anunciaba que México había presentado una protesta diplomática por la incursión del ejército guatemalteco en una zona de refugiados donde, según el Gobierno mexicano, se había realizado un enfrentamiento con fuerzas rebeldes. Sin embargo, el presidente no había tenido valor para más y ni siquiera desplazó efectivos para acordonar la zona. Hablar por hablar.
Desde ese mismo instante supe que debía regresar a mi país. Además, tenía el pretexto perfecto. Mi tesis doctoral se basaba en la obra de nuestro único Premio Nobel de Literatura y me hacían falta algunos datos que sólo ahí podía conseguir. Nada más comprensible que hiciese una pausa de un par de semanas para recabar dicha información y no prolongar más de lo debido la agonía de la tesis.
Lo mejor de todo era que estábamos en la época en que se acumulaba más el trabajo, por lo que Susana no podría pedir vacaciones para acompañarme. No le gustó mucho mi resolución
—¿Pero de verdad te tenés que marchar ahora?
—Te lo juro mi reina. Es mejor acabar de una vez de recolectar todo el material y ponerme a escribir las últimas 100 páginas que me faltan.
—Mirá que ya sólo faltan 3 meses para las vacaciones.
—Además, quiero aprovechar este viaje para hablarles de ti. Llevo mucho tiempo sin verlos y como sabes no les hizo mucha gracia mi última novia. Es mejor prepararlos que presentarse de improviso contigo. Los conozco.
—Dale pues, boludo, pero me tenés que compensar.
—Por supuesto que sí, cuando vayamos allá te llevaré a la cuna misma de la civilización maya. Y es más, quizá te traiga un regalito de allá.
A los pocos días, cogí un vuelo y en la noche me instalé en la capital. Toda la familia, incluidos mis sobrinos más pequeños, fueron a recibirme al aeropuerto. Esa noche hicieron una fiesta por todo lo alto y la verdad es que me dio mucho gusto volver a ver a mis antiguos amigos. Por unas cuantas horas, pude olvidarme de mis múltiples cometidos y relajarme recordando viejos tiempos y anécdotas.
Sin embargo, pese al cansancio del viaje y de la fiesta, al día siguiente estaba a los pies de mi alma mater, listo para recabar los últimos artículos que me hacían falta para concluir mi trabajo. Por supuesto, también tuve que visitar la Biblioteca Nacional, pero con todo y todo esa labor me llevó toda una jornada y nada más. Le había echado un cuento a mi novia aludiendo que los archivos bibliotecarios en mi país eran un desastre y, como los argentinos se consideran europeos y les da por mirarnos por encima del hombro a los centroamericanos como si ellos estuviesen mucho mejor, pues se creyó la mentira.
A partir de ahí, me planteé iniciar mis pesquisas, pero sólo entonces me di cuenta de que la misión que me había impuesto era casi imposible de realizar. No podía acceder a la zona donde habían ocurrido los combates porque estaba plagada de militares y guerrilleros y no conocía a nadie influyente en ninguno de los dos bandos que me pudiese dar información.
Mi única esperanza era entonces contarle todo a mi padre y ver si él podía contactar con alguna de sus antiguas amistades.
—Tú sabes que a mí me molesta pedir favores a mis amigos. Y más aún hacerlo por esa desgraciada.
—Lo sé papá, pero piensa que no lo haces por ella sino por mí, tu hijo.
—Hace ya tanto tiempo. Deberías haberla olvidado.
—Necesito saber que fue de ella. Cómo pasó sus últimos días.
—¿Porqué? Incluso si llegas a averiguar algo, cosa que no te puedo asegurar, ¿qué crees que va a aportar en tu vida?
—Me permitirá seguir adelante. Llevo meses haciéndome el pendejo con la tesis y mi novia ya está más que cansada de que no me decida a tomar el toro por los cuernos. Si no entierro esto, acabará pasándome factura.
—Está bien, hablaré con tu padrino y le pediré que hable con el general Quirarte. Cómo sabes son muy amigos y si alguien te puede ayudar en esta situación es él.
O sea que todo se resumía a eso. A echar una botella en el mar a ver si de milagro alguien la recogía y me proporcionaba datos sobre los últimos días de Rosa María.
A la semana de estar en casa de mis padres recibí una llamada de mi padrino:
—Ahijado, eres un ingrato –me reconvino cariñosamente–. No sólo no vienes a verme, sino que encima me andas pidiendo favores comprometidos a través de mi compadre.
—Siento mucho no haberlo visitado padrino, pero he estado muy ocupado recabando información acerca para mi tesis. Pero le prometo que antes de volverme a Buenos Aires, me pasaré por su casa para saludarlo.
—Muy bien. Oye, te tengo buenas noticias. El general está dispuesto a ponerte en contacto con un testigo presencial de los hechos. Creo que se trata de un prisionero. Pero eso sí, deberás firmar una serie de documentos y comprometerte a no decir palabra alguna acerca de lo que veas y oigas. Por supuesto que no van a ir a Argentina a buscarte, pero sí pueden tomar represalias conmigo y con tu propia familia. Así es que no cometas ninguna locura.
—Lo entiendo.
Me iba a ir el domingo de vuelta y la cita era para el viernes anterior. El día anterior visité a mi padrino.
Fui al campo militar no.1 y con tan sólo mencionar que tenía una entrevista con el general Quirarte y dar mi nombre, se me abrieron todas las puertas.
Finalmente llegué a su oficina. Sólo lo había visto una vez en casa de mi padrino durante la celebración de su cumpleaños. En aquella época, todavía tenía el pelo entrecano y su panza ya empezaba a ser un obstáculo difícilmente eludible en un pasillo estrecho.
—Siéntese Sr. Estrada –me dijo secamente el general. Lo que usted está a punto de ver y oír es algo que muchos periodistas pagarían una fortuna por saber. El favor que le estoy haciendo es muy especial y tan solo he accedido a él porque conozco su circunstancia personal ya que, aunque usted no lo recuerde, yo era uno de los invitados a su boda. Obviamente, también cuenta mucho la petición de su padrino que, como sabe, es mi gran amigo. La única condición formal es que firme estos papeles y no diga nada a nadie.
—Por supuesto –dije al tiempo que sacaba mi bolígrafo y me aprestaba a firmar.
—La guerra –prosiguió él– es algo demencial y en muchas ocasiones hay que actuar como un loco para poder triunfar. Quien no lo ha vivido, no puede imaginarlo. Es más fácil echar acusaciones de genocidio y violación de los derechos humanos y pensar que los militares somos los malos y que ustedes los civiles son incapaces de cometer atrocidad alguna. No le pido que esté de acuerdo conmigo. Entiendo que le tenía simpatía a la muchacha y que seguramente a partir de ahora me verá como a su verdugo, por más que no tuve nada que ver en ello. Lo que sí le exijo informalmente es que no me juzgue. A usted y a todos los niños de su clase social les encanta dárselas de sabihondos y burlarse de nuestra disciplina e incluso hacer toda clase de chistes sobre nuestra supuesta incompetencia, pero ya querría verlos en la selva enfrentándose a un enemigo invisible que, sin previo aviso, suelta un bazucazo o hace llover sobre tu cuerpo una andanada de balazos lanzados desde sus AKs-47. No durarían ni un día. Nos desprecian, pero saben que nos necesitan para impedir que esos comunistas de mierda se hagan con el poder. No sé cómo ellos pueden seguir teniendo tanto apoyo cuando el comunismo ya ha desaparecido de la faz de la tierra.
—Yo solamente quiero saber lo que fue de Rosa María. Lo demás, general, sinceramente me trae sin cuidado. No he venido aquí a formular acusaciones o recabar información para luego echársela a la cara a usted o a su gente. Llevo ya 7 años fuera y es más que probable que me quede a vivir en el extranjero. Sé lo que no debo hacer y no voy a exponer a mis amigos y familiares.
—Así es que, ¿tenemos un acuerdo?
—Lo tenemos –asentí dándole la mano.
Enorme texto.