En 1980, Ignacio se recibió como el mejor alumno de su promoción y decidió hacer la maestría, al tiempo que daba clases de literatura en una preparatoria. Sus ingresos no eran magníficos, pero sí suficientes. La relación con ella y sus méritos académicos le habían dado enorme seguridad en sí mismo. Además contaría con el apoyo de sus padres en un principio. Ella accedió pero a condición de que el enlace se celebrara después de que Rosa María acabara la carrera, cosa que consiguió un par de años después. Fue en esos tiempos cuando mataron a Rivero, el obispo de los pobres que, a diferencia de su antecesor que le quitaba las perlas a la Virgen y se las ponía a la hija del dictador diciéndole que a ella le sentaban mejor, quería una solución al conflicto de nuestro país. A pesar de todo lo que se dijo sobre él, Rivero no apoyaba ni a los unos ni a los otros, quería la paz y denunciaba los crímenes de ambos bandos. El Papa Juan Pablo II, a quien el color rojo y sus matices más tenues le producían urticaria, se negó a visitar la tumba del obispo cuando recorrió el país.
Como eran muy superiores la cantidad de crímenes realizados por el ejército, eran más las denuncias que Rivero hacía en contra de éstos. Aunque también empleó todos los medios de comunicación a su alcance para condenar, en su día, el cobarde asesinato por parte de los guerrilleros de un empresario cuya familia había pagado el rescate. Incluso condenó el asesinato de un poeta comunista, que se solía burlar de él en sus escritos y al que mataron sus propios correligionarios por cuestiones de poder interno dentro del movimiento. El mayor crimen de Monseñor Rivero, sin embargo, y por el cual lo sentenciaron a muerte, fue el de ordenar a los soldados, en su homilía dominical, que dejaran de cometer crímenes contra sus semejantes y que acataran las ordenes de Dios en lugar de las de sus superiores cuando éstas eran claramente arbitrarias y sanguinarias. A los pocos días lo mataron. El domingo siguiente sería su entierro. Rosa María quería asistir porque, pese a que ella no comulgaba totalmente con sus ideas y simpatizaba con los guerrilleros, respetaba a ese hombre que tanto quería la vida humana y tantas veces había demostrado un valor excepcional. Lo raro no es que lo hubieran matado, sino que se lo hubieran pensado tanto los grupos paramilitares adiestrados por la CIA.
Afortunadamente, la despedida de solteros que les organizaron sus amigos fue justo la noche anterior, y cuando ella se despertó al día siguiente ya era mediodía y era inútil desplazarse, ya que para cuando pudiera llegar al cementerio la ceremonia ya se habría terminado. Lo que ella en ese momento no sabía era que quizá esa noche loca le había salvado la vida. Cuando encendió la tele vio a decenas de gentes huyendo del cementerio despavoridas. Como la masa que había acudido a despedir a Monseñor era de cientos de miles, muchos se quedaron a las puertas del cementerio. Un grupo de francotiradores, siguiendo las órdenes del Gobierno, a quien le molestaba el adiós masivo al ilustre fallecido, decidió tirar sobre la masa para dispersarlos, provocando así una estampida que a su vez provocó aún más muertos que los disparos. Ni siquiera las cámaras de los canales privados, afines al Gobierno, se negaron a dejar de transmitir dado el impacto que estas imágenes tendrían en sus audiencias.
Al enterarse de la muerte de uno de sus compañeros de la facultad, Rosa María se puso histérica y durante 3 días no salió de casa ni probó alimento alguno. Recién al cuarto día volvió a dar señales de vida. Su familia estaba muy preocupada, pensando que a la niña le quedaría demasiado amplio el vestido nupcial. A Ignacio lo único que le importaba era que ella se recuperara anímicamente. Estaba seguro que el viaje de novios a Cancún, uno de los últimos parajes turísticos estrenado por los mexicanos, ayudaría a que atemperase los nervios y a dejar atrás esta dolorosa tragedia.
Finalmente, llegó el día tan esperado por ambos. A las 12, Ignacio apareció el primero como manda la costumbre. En ese momento, sintió que el mundo entero se lo iba a tragar. Nunca había sido el centro de interés para tanta gente al mismo tiempo. Ni siquiera aquella vez que presentara la obra de un destacado novelista ante más de 500 personas. Claro que en aquella ocasión sólo se habían fijado en él durante la lectura de su texto y al responder un par de preguntas realizadas por sus amigos para realzarlo en el acto. El resto del tiempo, los asistentes habían estado atentos al maestro.
Después del cuarto de hora reglamentario, apareció el coche de la novia. Aparcó en la entrada, pero el padre de la muchacha, en lugar de irle a abrir la puerta a su hija que debía estar en la parte trasera, se dirigió al interior para hablar con Ignacio, darle una carta y un abrazo, al tiempo que ponía cara circunspecta.
La carta decía lo siguiente:
“Querido Ignacio:
Los hechos ocurridos la semana pasada, me han hecho ver que no puedo compaginar mis deseos de cambiar este país con nuestra relación. A tu lado no me faltaría nada y Dios sabe que eres el mejor de los maridos que una mujer pueda desear, pero mi vida transcurriría entre fiestas, conversaciones vacuas en un club mientras juego a las cartas con unas señoras, cuya única preocupación es estar a la moda o las calificaciones que sacan sus hijos en el colegio. Y no puedo, y no quiero convertirme en ese tipo de mujer superficial. He nacido para algo más que ser una chica de plástico. Y lo mismo digo de ti. Si te quedas en este medio cómodo acabarás dejando la literatura para dedicarte a jugar al pádel, mientras comentas los resultados deportivos. Pero eso no es asunto mío. Tenemos metas distintas y debemos seguir cada uno nuestro camino. He decidido dejar a un lado los discursos y pasar a la acción directa.
Espero que algún día puedas perdonarme.
Tuya,
Rosa María”
En un primer momento, Ignacio se quedó boquiabierto sin saber adónde ir o qué hacer. Era como si la confianza que había ganado en sí mismo en los últimos años, se hubiese borrado de un solo golpe. Consciente de que el martirio de gente que había sufrido hasta ahora no sería nada después de que se supiese la noticia, Ignacio decidió desaparecer del lugar. No quería ver llegar a la masa para darle los abrazos en forma de pésame y oír sus palabras reconfortantes en el sentido de que si la boda no se había realizado era porque estaba en el destino. Peor aún no faltaría quién le sugeriría imprudentemente que había muchas chicas y que un muchacho tan apuesto como él no tardaría en encontrar recambio. A pesar de estar destrozado, no quería oír hablar mal de la que se suponía iba a ser su esposa. Es más, seguramente le partiría la cara a aquel que se atreviese a vituperarla. Tenía miedo de su propia reacción y no quería hacer más grande el escándalo de lo que ya de por sí era. Quería llorar, pero no permitiría que lo vieran así. Los asistentes empezaron a olerse algo raro, pero no faltó quien mencionara que se trataba de una broma por parte de la novia para hacer sufrir a Ignacio. Eso le dio un poco de tiempo para reunir sus ideas. Habló con su padre un momento y se dirigió a la salida ante los ojos cada vez más azorados de los invitados quienes se agruparon ante el progenitor, cuando vieron partir al novio en un coche hacia la capital.
—Amigos –dijo entonces el padre. Tengo que darles una muy mala noticia. La novia de mi hijo no se siente preparada para dar este paso y ha decidido romper el enlace. Como entenderán en estos momentos mi deber de padre me obliga a acompañar a mi hijo en este duro trance. Sin embargo, sí habrá ágape para quienes lo deseen y aquellos de ustedes que ya hayan hecho su regalo de bodas podrán recuperarlo en los próximos días. Ahora, si me disculpan y con su permiso, yo y mi esposa nos retiramos.
La señora estaba llorando a moco tendido, lo cual, combinado con su rímel producía un penoso efecto. Esa misma tarde, Ignacio decidió irse a Buenos Aires a hacer el doctorado. Así ganaría unos cuantos años de paz, sin tener que dar explicaciones a nadie de por qué se había roto el compromiso. Por un momento, pensó en buscarla e intentar hacerla cambiar de opinión, pero sabía que ambas cosas eran imposibles. Ni siquiera sabía su actual paradero. Todavía tardó un año en irse, pero no se le vio el pelo por la capital salvo en sus clases. Todo ese tiempo estuvo viviendo en la finca cafetalera de sus padres, sin importarle que se tenía que desplazar una hora a la ida y otra a la vuelta para cumplir con sus obligaciones.
Buen relato