La estabilidad del universo conocido está generada por el movimiento y el de la existencia por un proceso del cual identificamos en esta dimensión un principio y un final. De hecho, las múltiples rutinas culturales que rigen nuestra existencia están enmarcadas por estas coordenadas temporales, que incluso influyen en los espacios que habitamos.
En efecto, nuestras costumbres están encuadradas en primer lugar por los días que, al estar divididos en horas, marcan, en condiciones ideales, los límites de las diferentes actividades que se desarrollan alrededor de esas 24 fracciones temporales. Lo mismo suceded con los meses, los años, las décadas; pero también con los hábitos propios de cada cultura; las más de ellas, relacionadas tanto con la edad: infancia, adolescencia, juventud, edad madura, vejez; como con el tiempo propio de la formación en las sociedades más sofisticadas: escuela elemental, media, superior, posgrados, etcétera.
También hay unidades de tiempo en las que se identifica un principio y un fin relacionadas con el estado de vida: solteros, comprometidos, casados.
En fin, para donde se mire en la realidad social y existencial no solo se identifica el proceso, sino también el inicio y el fin. Muchas de estas transformaciones son deseadas, esperadas y promovidas. Se convierten en un objetivo al que se desea llegar, por el cual se lucha y genera satisfacción el alcanzar la meta. Sin embargo, hay otros momentos que son indeseados, sorprende su llegada, irrumpen en la estabilidad previa aun cuando su posibilidad de aparición sea irremediable, factible, poco probable o casi increíble.
Evidentemente el más dramático de todos ellos es el fin de la vida. Evento ineludible de la existencia terrenal, siempre inoportuno, confrontador y doloroso.
La afectación de este acontecimiento depende desde luego de la cercanía del vínculo, ya sea con personas, con mascotas e incluso en algunos casos y para algunas susceptibilidades con el espacio que se habita.
Así, por ejemplo, para algunos pueblos originarios de algunas zonas del planeta, la relación con el espacio de nacimiento es fundamental, ellos son una extensión del entorno, en el cual entierran su ombligo, como manifestación y ofrenda de su unión. Para ellos, el separarlos de su entorno, es arrancarles parte de su identidad, de lo cual no siempre pueden reponerse.
Para otras personas, la relación con su o sus mascotas, es tan significativa como con el pariente más cercano para el resto de las personas y, por lo tanto, su pérdida se vuelve altamente dolorosa y difícil de superar.
Los dos ejemplos anteriores, si bien suceden, solo afectan a determinadas personas, en cambio, el impacto de la pérdida de otro ser humano aflige mayormente dependiendo de la cultura de pertenencia, de aquí la necesidad de ritos comunitarios que ayuden a manejar el momento.
Pero hay un evento que aqueja a todos, el propio final. Eventualmente llega sin previo aviso, en otras ocasiones se cierne en el horizonte y obliga a mirar de frente la propia historia, a evaluarla y, en ocasiones, a lamentarse por los errores cometidos, las oportunidades perdidas y los planes trucados que van que van quedar en el horizonte.
Pero. También hay otra manera de enfrentarla, aceptando el momento, haciendo un recuento de las bendiciones recibidas, agradeciendo las oportunidades, los encuentros, los afectos y confiando, de acuerdo con la propia tradición, en la esperanza se encuentra en el horizonte.
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