La seducción es la más dulce forma de manipulación, la que deseamos que suceda, que se acerque y nos envenene, dispuestos a entregarnos y descarar nuestra debilidad. Nos damos porque no queremos contenernos, deseamos ser poseídos y estar a la altura de los miserables deseos de otro. Entonces olemos, y esa seducción es parte de un arma que entra incontenible por nuestro olfato, ese olfato, tan curioso y promiscuo. De los cinco sentidos, el olfato es, tal vez, el más morboso. Se engolosina con las variantes que desfilan por su sensible e impúdica obligación de estar presente.
Olemos a distancia y nos alarmamos, olemos de cerca, y nos engolosinamos, nos enviciamos. Adoro esa libertad de los animales de aprender desde el olfato, de reconocer a distancia, de casi ver la forma de los aromas. Sabiduría absoluta, cómplice con la naturaleza y el presente. Estamos, existimos, olemos, percibimos. Le muestro a Ronrris el bote de canela, lo huele, se acuesta en el piso, se contorsiona, sonríe, es canela de Ceilán, es el color rojo, el polvo volátil, y todo su cuerpo reacciona. Tengo el mal hábito de oler, de reaccionar a cada espacio aromático, desteto el hedor de esta ciudad, humo, gasolina barata, grasa de comida en cada calle, y podredumbre. No hay seducción. No hay memoria, invade y nos insulta.
En ese vicio, los olores se trastornan, el agua podrida, los ríos contaminados, son gritos que nos dicen que huyamos de ahí. Sin embargo, es la realidad, es la vida, es la consecuencia lógica. El perfume es la alteración, el disfraz, la mentira que oculta lo que debajo flota grosera. Esa mentira llega a ser bella y es adictiva, el olor del incienso, de las hierbas que se queman. Los aceites, el pachuli, el cedro, sándalo. Se van hasta el cerebro como la inyección de un espíritu lejano.
Los olores artificiales son pegajosos, se meten en la ropa y perturbando la memoria, como una conversación indeseable. Está de moda perfumar los edificios y los centros comerciales, los hoteles y las oficinas. Es parte de la “experiencia”, ¿cuál experiencia? Se contratan empresas especializadas en crear esos perfumes que, según ellos, van a dejar una huella y van a cambiar la precepción de ese lugar. Abotagan, anestesian, entorpecen la visita. No se percibe lujo, es la misma sensación de caminar por el pasillo de los detergentes en los supermercados. Supongo que son las mismas empresas y los mismos diseñadores.
En los días de la peste, esos años de oscuridad, dolor y muerte, se cubría el olor de los cadáveres putrefactos con fogatas de maderas y de hierbas. En la guerra huele a metal quemado, dice Malaparte. La tristeza huele a adrenalina y lágrimas. Los nardos cubren los olores fétidos. La lavanda aleja insectos. El olvido es un alcanfor que se diluye.
Entre más repulsivo, más imperioso es el deseo de estar ahí, de empaparnos, de saber hasta dónde llegaremos con nuestra docilidad de ser humillados.
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