Fui, entre ilusionada y temerosa, a mi cita al centro de vacunación. Hace todavía como dos semanas, esto se me antojaba imposible y mi tradicional pesimismo me previno de creer que se consolidaría la promesa (que, no obstante, no carece de tintes electoreros). Al llegar, me encontré con un enorme grupo que fluía lento pero seguro, como un líquido denso entre las vallas creadas por los chicos de chalecos verdes. Miles de chavos, eficientes, prontos a la atención y algunos de ellos, sabían sonreír con los ojos.
Me tocó recibir la vacuna en tanto soy personal docente. Cuando se hizo el primer anuncio, mi pesimismo levantó el primer escudo y pensé que no considerarían a los profesores que impartimos clases en el sector privado. “Deberían ser primero los médicos y el resto del personal de salud”, pensé, y lo sigo haciendo. Pero cuando se concretó la ilusión y descargué el QR de la cita, me dio por llorar. ¿Merecía o no la oportunidad? No sé, el hecho es que la aproveché y no había condiciones para no hacerlo.
Una marea verde y vital me condujo amablemente por los subniveles del estacionamiento del ITAM. El entorno, gris por el concreto, por la organización militar y por el clima expectante, se encendía con la eficiencia con la que se trasladaban cuadrillas organizadas en el momento. Ocho acomodados en dos filas de sillas, haciendo una espera de minutos; nos levantábamos y ocho, otra vez, caminábamos ordenaditos rumbo a las mesas de la promesa. Se llaman “oasis” y me tocó en el 17. Las vacunas se encontraban en las hieleras; dos enfermeras nos explicaron las posibles reacciones y, como soldaditos, todos nos levantamos la manga casi al mismo tiempo. Antes de recibir el piquete, vi que se me aproximaba el joven encargado de propinarlo: muy amablemente me enseñó mi jeringa cargada y me sonrió con los ojos.

Después de ser pinchados y recibir el biológico, los ocho nos levantamos y nos formamos a una sola seña. Caminamos por una rampa para ir al área de observación. Pocos hablaban entre sí; más bien, todos nos mantuvimos sentados, vista al frente o al teléfono, escuchando las indicaciones y al grupo jarocho que amenizaba la espera. Algunos buscaban a otros, a lo lejos; todos, en algún momento, nos buscamos la mirada y nos sonreímos. Traté de abandonar el lugar lo más pronto posible para no hacer bola; ya en la acera, quienes venían acompañados intercambiaban impresiones.
Más allá de si nos correspondía (¿ética, políticamente?) o no ser vacunados, sentí una emoción extraña por varias razones: una, porque vi a personas de muy diversa edad y condición, pero todas ilusionadas y entendiendo el momento que estábamos viviendo; en mi contingente había un señor de una empresa de transporte escolar, seis jóvenes y yo. Particularmente, no soy de las que muere por volver a lo presencial, pero sí entiendo que mis alumnos, como seguramente muchos, están cada día más desmotivados por la distancia, por lo que sienten que han perdido, por volver a una sociabilidad fuera de las ventanas de la computadora. Recordé las emociones que experimenté en días anteriores y cómo, todos los colegas del chat, nos lanzamos palabras y stickers de aliento y alegría porque formábamos parte del siguiente grupo de elegidos. Al salir, custodiada por la valla de chavos con chalecos verdes, me sentí dando el paso a un umbral de otras posibilidades. “Buen día, señora”. Alguien por ahí me dijo: “¡suerte!”.
Eres muy afortunada, eres ya “Profe Vacunado” 😉
Me encantó leer esta columna de Sara Baz, es un derroche de sensatez con toques de humor y sentido común. Saludo esas expresiones positivas, en medio de tanto dolor y descalificación