Entre tantos problemas y temas controvertidos que alimentan la polarización en México, asuntos que intermitente acaparan la atención pública suelen quedar rápidamente fuera del radar ante un sucesor de mayor novedad, conflictividad o debate. No obstante, a pesar de la pausa, no desaparecen las causas de la controversia ni sus consecuencias, como difícilmente se endereza por sí solo lo que crece torcido. Esto nos dice mucho del enrarecido entorno político que vivimos en el país y sus efectos, y un caso ilustrativo de ello es la polémica en torno al Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA).
Hacia la inauguración, el 21 de marzo pasado, y unos cuantos días después, estuvo en el centro de las discusiones. Pronto fue desplazado por otros frentes: ataques al INE, consulta de revocación de mandato, la suerte del sector eléctrico, etcétera. Sin embargo, la distorsión originaria y estructural de este proyecto no va a enderezarse por el hecho de que se hable menos, temporalmente, del tema.
El analista económico Jorge Suárez-Vélez dio en el clavo, en su columna de opinión en Reforma, en que, para evaluar al aeropuerto de Santa Lucía hay que separar los criterios políticos de los técnicos aeroportuarios, de ingeniería, inversión y racionalidad financiera y de mercado. Efectivamente, estamos ante una obra política.
La competitividad o el desarrollo económico, y las necesidades de líneas aéreas y usuarios, parecen aspectos secundarios frente a la motivación política y partidista. Igual que la idea de resolver la saturación del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México con una operación complementaria, que supuestamente era la lógica de convertir instalaciones militares prexistentes en civiles y destruir las obras del aeropuerto de Texcoco, avanzadas en 30 por ciento.
Por lo pronto, a un mes del estreno, esa alternativa de complementación sigue con unos 12 vuelos diarios, y algunos esporádicos, como el de Caracas, Venezuela. Inevitablemente se muestra solitaria, exactamente lo opuesto al aeropuerto congestionado de siempre, con sus alrededor de 900 vuelos al día, y cuyos problemas crecen por falta de mantenimiento e inversión, como se hace evidente ante picos de demanda como el de la Semana Santa.
Paradójicamente, los promotores del AIFA dicen que éste brindará atención a 2.5 millones de pasajeros este año y el doble en 2023. Incluso, que antes habrá operaciones a Estados Unidos, cuando la aeronáutica nacional fue degradada en la evaluación de la Administración Federal de Aviación estadounidense, lo que impide nuevos vuelos desde y hacia ese país.
Pero esas contradicciones, producto inevitable del hecho de arrancar con bombo y platillo pero sin demanda ni oferta que lo justifique –ni suficientes vuelos, ni aerolíneas ni pasajeros–, serían lo de menos. Lo mismo el que la obra diste de estar completa, al menos en cuestiones fundamentales como vías de acceso y servicios. Como opina Suárez-Vélez, todo eso es tangencial al móvil real: el foco no está en la funcionalidad, sino “en cómo será percibida esta obra por el grueso del electorado que, de hecho, no usa aeropuertos porque no viaja en avión”.
Círculo vicioso
Que un aeropuerto tenga éxito no depende de la popularidad de un gobierno o de alguna narrativa política, como una inasible “cuarta transformación”. Debe ser funcional para pasajeros y aerolíneas, además de para un amplio abanico de negocios que hacen que estas terminales sean verdaderamente funcionales, lo cual va más allá de que los aviones puedan despegar y aterrizar.
Sin mercado, la política no hará que lleguen más aerolíneas, o que las que están, programen más vuelos. Máxime en el caso de las internacionales, si el aeropuerto no les permite cumplir con certificaciones, incluyendo de seguridad. Menos aún sin viabilidad para conexiones.
No habrá mercado si los pasajeros ni siquiera consideran la alternativa, simplemente por las complicaciones para llegar, como las que se presentan con las aplicaciones digitales de taxis, más la falta de servicios complementarios elementales para los viajeros, como renta de automóviles, hoteles, restaurantes, bancos y todo lo que genera y sostiene a un ecosistema aeroportuario. Es un círculo vicioso, porque los proveedores de esos servicios difícilmente invertirán ahí si no hay demanda o perspectiva de que la haya y que sería sustentable.
Este aeropuerto adolece de las mismas fallas de origen que las otras megaobras del sexenio. Antes que fundamentación económica, social y técnica, se anteponen objetivos políticos a partir de ideas y aun ocurrencias, sin contrapesos ni observancia de limitaciones de funcionalidad. Como en el Tren Maya y la refinería de Dos Bocas, en estos casos más que el AIFA, pues ni siquiera hay necesidad objetiva detrás, a pesar de lo cual avanzan con grandes lagunas sobre su fundamentación y cumplimiento legal, medioambiental, de transparencia, además de sin lógica financiera y de mercado.
Hay que insistir en algo que hemos comentado desde la cancelación del Nuevo Aeropuerto Internacional de México en Texcoco (NAIM) por una consulta popular sin sustento legal ni metodológico. La consigna de que el poder económico no determine al poder político es acertada, como postuló este gobierno. Sin embargo, el extremo opuesto es igualmente nocivo: que la política contamine la actividad económica con fines partidistas o ideológicos.
Por lo pronto, eso puede provocar que se contraiga la inversión privada severamente y, a cambio, dejar “elefantes blancos”, obras sin viabilidad financiera ni práctica. Eso ocurre hoy frente a nuestros ojos, con una carga exorbitante para el erario, es decir, pagadera con el dinero de todos y muy probablemente a fondo perdido. Lo contrario que con el NAIM, que se construía mayoritariamente con inversión privada y que no solo podía ser autosostenible, sino rentable.
Costos de la narrativa
Que el AIFA sea un ahorro es totalmente inverosímil. Incluso contraintuitivo, cuando para hacerlo hubo que destruir otra obra que se seguirá pagando con los ingresos del viejo aeropuerto, cuyas instalaciones se deterioran a paso acelerado. Al corte, el costo de Santa Lucía probablemente pasa de 110 mil millones de pesos, a lo que hay que sumar el de la cancelación de Texcoco: mínimo otros 110 mil millones, pero según cálculos como los que hizo en su momento la Auditoría Superior de la Federación, hasta 330 mil millones.
Así, no es improbable que este sainete acabe por costarnos a los mexicanos cerca de 450 mil millones de pesos, con 12 vuelos diarios por ahora y sin certeza de que esa cifra pueda aumentar gran cosa.
El proyecto NAIM cumplía con requisitos para certificación internacional y era ruta cierta para descongestionar las operaciones aeronáuticas en el Valle de México integralmente, así como para estar a la altura del crecimiento de la demanda a largo plazo. Incluso se presentaba como un hub con alcance regional e internacional, candidato a competir con aeropuertos como el de Miami y el de Dallas.
En cambio, por lo que han señalado especialistas, incluyendo empresas, organizaciones y autoridades de aviación internacional, con el AIFA ni siquiera sabemos si podrá coexistir con el viejo aeropuerto para operaciones simultáneas en caso de que absorba más vuelos (lo cual también sería necesario para que no sea una carga para el presupuesto público, como, todo indica, lo será por un buen rato).
Es un precio demasiado alto a pagar por una obra que tiene más de inspiración narrativa y política que de racionalidad aeroportuaria. México debe aspirar a más que eso.
El contenido presentado en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no necesariamente representa la opinión del grupo editorial de Voces México.
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