La teoría de la separación de poderes es, en esencia, la base de cualquier sistema democrático en el mundo. El equilibrio y los contrapesos son la base para que el poder se autorregule y se eviten los abusos y excesos que trajo consigo el absolutismo y se prepondere la vida y libertad de las personas sobre cualquier otro valor.
El equilibrio, sin embargo, no siempre es popular o “políticamente correcto” porque obliga a las autoridades, sobre todo a aquellas que fueron electas por el sufragio directo, a constreñirse al marco constitucional que da vida y fundamento a los Estados democráticos modernos, en detrimento a sus liderazgos, representación o influencia.
En los regímenes parlamentarios, que son considerados como los más democráticos, tienen bajo sus potestades la designación de los integrantes tanto del ejecutivo como del judicial. La razón es porque el parlamento es donde se conjuntan todos los representantes de la población y es este mandato el que les permiten tomar decisiones que, en suma, debieran ser directamente los pobladores; ya que el nivel de especialización que imperan estos cargos requiere de una revisión más minuciosa que difícilmente podría definirse únicamente a través de una campaña electoral, pues de ellas dependen la permanencia del equilibrio que ordenan las constituciones.
La función de representación, sin embargo, por su propia naturaleza, requiere de personas conocidas —o reconocidas— por las comunidades, que tengan liderazgo en ellas, sin contar necesariamente con especialidades técnicas o credenciales académicas, para que tomen decisiones con la legitimidad que les brinda, no sólo el sufragio que los llevó al parlamento, además el respaldo de sus comunidades. Ahí es donde se lleva —o debiera llevarse— a cabo la política en su concepto más nítido.
Aún y cuando los cargos ejecutivos y judiciales son nombrados por el parlamento, lo cierto es que obliga la independencia y autonomía en su ejercicio, pues de ello depende la normalidad democrática de cualquier país. Los poderes constitucionales, legislativo, ejecutivo o judicial, son igualmente importantes. Uno vigila al otro; se complementan y, ante cualquier viso de transgresión del orden jurídico, detienen cualquier tipo de atentado autoritario.
En esta lógica y, tras más de tres siglos de existencia, la división de poderes ha demostrado ser la base del actuar gubernamental y el sostén de la República. Mientras sean independientes se evitarán los excesos y abusos de poder; pero, si se trastoca su independencia, si uno se impone a otro, este equilibrio se rompe y se abren peligrosamente las puertas al autoritarismo y se pone en riesgo la democracia.
Hoy el mundo vive momentos complicados. La pandemia por el SARS-COV-2 o COVID-19 ha traído consigo graves problemas sociales que requieren gobiernos socialmente sensibles y atentos a subsanar los estragos producidos por las medidas adoptadas. Asimismo, en varias latitudes, los políticos —principalmente del ejecutivo— han encontrado una oportunidad para permanecer y aumentar el poder y control que ejercen y, por tanto, realizan actos tendientes a socavar y someter a los otros poderes.
Cuando se busca y somete a los poderes a una voluntad omnímoda o de grupo, se pone en riesgo la libertad y la estabilidad democrática, con el consiguiente riesgo de retroceso en los incipientes avances democráticos.
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