La semana pasada, el gobierno mexicano sorprendió al anunciar una demanda en contra de fabricantes y distribuidores de armas en los Estados Unidos. Presentada en cortes estadounidenses, la demanda “no pretende cuestionar el derecho a comerciar armas en otro país, sino denunciar que determinadas prácticas negligentes en ese comercio generan un daño en México”, como afirma el comunicado de la Cancillería con el que ésta se hizo pública. En otras palabras, es una acción que no reclama a la autoridad en los Estados Unidos (por el contrario, le reconocen indirectamente los esfuerzos para contener los flujos de armas), ni cuestiona la segunda enmienda que en ese país permite la posesión y portación de armas. ¿Qué sí pretende, entonces?
La demanda es, ante todo, una acción política con envoltorio jurídico. Desde una perspectiva humanitaria, supone un ejercicio de dignidad considerando el impacto de esas armas en la violencia de este lado de la frontera. Citando al Departamento de Estado, el New York Times afirma que el 70 por ciento de las armas de fuego rastreadas en México entre 2014 y 2018 se originaron en Estados Unidos. Sin embargo, técnicamente la demanda contiene una dimensión de creatividad fascinante en el argumento: que tanto fabricantes como distribuidores de armas en los Estados Unidos están conscientes (y esa característica es clave), de que sus ventas terminan generando la violencia que se experimenta en México. Por lo tanto, de antemano se tiene un público y un mercado objetivo que no es necesariamente quien ejerce los derechos de la segunda enmienda.
¿Cómo argumentar que existe esa consciencia? Entre otras cosas, la demanda alega que el reconocimiento de que el mercado objetivo es el mexicano se materializa por igual en características técnicas de las armas (por ejemplo, algunas se venden acondicionadas para disparar más rápido), pero también en acciones comerciales que adornan y acompañan las armas que son vendidas. Símbolos y alegorías a la era revolucionaria como figuras de Zapata en una pistola Colt calibre .38, u otros asociados a la llamada “narcocultura”, se incluyen en armas que se venden en Estados Unidos. Bajo esa lógica, se aduce que estos símbolos objetivan una suerte de consciencia de mercado, y evidencian que productores y vendedores se dirigen hacia compradores mexicanos.
Las armas, como puede ocurrir con otros objetos y en otros mercados, producen fascinación y deseo. En México, investigadores como el Dr. Arturo Díaz Cruz, tienen en marcha proyectos para estudiar el fetichismo que causan las armas entre quienes las usan y entre quienes las admiran. Es un ángulo fundamental y lleno de pertinencia y urgencia porque permite reconocer con detalle las motivaciones y fascinaciones que producen las armas en quienes ya han jalado los gatillos, así como entre quienes lo harán en algún momento. En Estados Unidos ya se ha explorado con relativa profundidad el mismo fenómeno incluso anclado a un proceso histórico de formación de la identidad en aquel país. Urge impulsar investigaciones como ésta en México que complementen otras que ya se han realizado más enfocadas en documentar los flujos.
No es la primera vez que, en el presente siglo, desde México se señala el tema de las armas. En el repertorio está la protesta que hiciera Felipe Calderón en 2012 colocando un espectacular en la frontera con la leyenda “No more weapons” (No más armas), y que tuviera nulas repercusiones; pasando por los reclamos también estériles ante la crisis por el caso Rápido y Furioso; y hasta los dignos esfuerzos académicos, cívicos y jurídicos que en 2014 y 2015 realizara (Des)Arma México, una organización de la sociedad civil que apostó a un reclamo informado desde las posibilidades y capacidades de la misma sociedad. La demanda actual da un paso firme al menos para colocar el tema de una forma adecuada ante auditorios adecuados. Incluso aunque no prospere jurídicamente, políticamente implica señalamientos indispensables.
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