Ante los resultados electorales del pasado domingo, mucho se ha escrito en relación con la división de partidos gobernantes en las alcaldías de la Ciudad de México. Ciertamente es una división importante e interesante desde el punto de vista de la composición política de gobernantes y de las preferencias electorales. Sin embargo, quienes a nivel sociodemográfico quieran descubrir divisiones profundas en la ciudad como algo novedoso, ciertamente no estarán revelando nada nuevo. La desigualdad mexicana es y ha sido abrumadora por décadas. En las ciudades, sin embargo, esta desigualdad suele tomar matices inmediatos y dramáticos de comparación.
La Ciudad de México, como otras grandes metropolis latinoamericanas, tiene paisajes que dan muestra de estas desigualdades abrumadoras (el caso más emblemático podría ser el área de Santa Fe, aunque sin duda no es el único). Además, paralelamente a estos casos de inmediatos contrastes, la ciudad es un crisol de barrios en los que históricamente han existido distintos niveles de marginación. A niveles de alcaldía también se reproduce el fenómeno. Hace dos años, en el 2019, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), hizo pública información del informe “Transformando México desde lo local”. Los datos permitieron una comparación fascinante entre los niveles de Índice de Desarrollo Humano por cada alcaldía de la Ciudad de México.


La alcaldía Benito Juárez, por ejemplo, presumía el índice más alto de entre todas las alcaldías, de .944, lo que le representaba una calidad de vida a sus habitantes comparables con Suiza, país que registraba exactamente el mismo índice. En segundo lugar respecto a calidad de vida se encontraba la Miguel Hidalgo, comparable con la calidad de vida del Reino Unido. Finalmente, en tercero aparecía Coyoacán, comparable con Italia en el mismo índice. Del otro lado de la moneda, las alcaldías peor calificadas fueron Iztapalapa, Xochimilco, Tláhuac y, en la peor posición, Milpa Alta. Respectivamente, la calidad de vida de estas alcaldías era comparable a Bulgaria, Rumania, Bielorrusia, así como Bosnia y Herzegovina.
Aun y cuando estos datos merecen actualizarse, particularmente derivado de la pandemia de 2020 y 2021, confirman que la desigualdad chilanga es todo menos nueva. Las divisiones políticas, electorales, económicas y culturales son sintomáticas de esa desigualdad. Ante ese contexto, la actual administración de la Ciudad de México emprendió desde el inicio de la administración una prometedora apuesta de política pública: la instalación de trescientos Puntos de Innovación, Libertad, Arte, Educación y Saberes (PILARES) en zonas con distintos grados de marginación alrededor de la ciudad. Los PILARES son una apuesta multidimensional. No sólo dirigen hacia resignificar espacios públicos, habilitar derechos educativos y proveer de oportunidades de autonomía laboral, también están pensados para construir espacios y oportunidades de ocio, recreación y esparcimiento, entre otros.


Derivado de ello, estos espacios tienen el potencial para propiciar la regeneración de lazos sociales a nivel barrial con la enorme oportunidad de construir redes basadas en la confianza y la dignidad de las personas. Los PILARES, como muchos espacios más alrededor del mundo, enfrentaron un reto gigantesco con la pandemia. Como espacios, físicos estuvieron obligados a permanecer cerrados; y como espacios educativos, a ingeniárselas para impartir distintas formas de educación a distancia. Apenas el lunes pasado, y como parte del cambio a semáforo verde de vigilancia epidemiológica en la Ciudad de México, el gobierno de la ciudad anunció la reapertura escalonada de los PILARES. La noticia es alentadora por un sinfín de razones, entre ellas, el hecho de que urgen espacios que permitan construir dignidad y reducir desigualdad en una ciudad que no se cansa de dar evidencia de que la desigualdad ha habitado la ciudad desde hace décadas.