En los últimos días, dos casos de feminicidas “seriales” han conmocionado al país, no entraremos en detalles ya que estos abundan. Lo que resulta interesante analizar es la tendencia de los medios de comunicación a “monstrificar” (del inglés monstrification) o “bestializar” a los seres humanos que cometen este tipo de actos. Sí, enfaticemos antes que nada que son seres humanos, biológicamente muy parecidos a nosotros, psicológicamente no tanto.
Pero estos calificativos que se les atribuyen a aquellos sádicos protagonistas, no es nuevo, incluso no pertenece a los medios de comunicación; ellos sólo han sido un reforzador de este tipo de señalamientos.
La práctica de “monstrificar” es completamente humana, ha existido desde hace algunos cientos de años y es la respuesta que se da ante el asombro y repudio de un acto sanguinariamente violento. Pero ¿por qué no es del todo correcto “monstrificar” a los agresores? La filósofa alemana, Hanna Arendt, nos dio una espléndida respuesta. Privada de su libertad por un breve periodo, emigró a Estados Unidos por el peligro que representaba Alemania en ese momento (hablamos de la Segunda Guerra Mundial). En Estados Unidos comenzó a trabajar para la revista The New Yorker y uno de sus casos a cubrir fue el famoso juicio de Adolf Eichmann. Eichmann fue un operador del nacional-socialismo, tenía un alto cargo militar y era el encargado de trasladar a las personas capturadas hacia los campos de concentración.
Arendt se trasladó a Jerusalén para darle cobertura a este juicio que, sin duda y a pesar de la época, ha sido uno de los más mediáticos de la historia. Arendt llegó a Israel para darse cuenta de que, en realidad, estaba frente a un hombre, un ser humano ordinario y no un demonio como se le calificaba en aquellos tiempos.
“La banalidad del mal”, frase contundente con la que Arendt calificó a Eichmann y que menciona en su libro Eichmann en Jerusalén, fue discutida y debatida durante esos años, pero la filósofa no buscaba restarles importancia a los actos de Eichmann, simplemente buscaba algo más trascendental: impregnar a la maldad de la condición humana. El mal es tan humano como el bien (sí, subjetivo, pero humano), ésa era la cuestión fundamental. Demonizar a un genocida, lo trasladaba un nivel inferior, un nivel no-humano y por lo tanto la importancia de sus actos ya no pertenecían al reino de lo humano.
El trabajo de Arendt replanteó el modo de reflexionar sobre la maldad humana, su aportación fue precisamente humanizarla, le mostró al mundo que el asesino, violador o torturador, no son demonios, ni bestias, ni monstruos, son seres humanos como nosotros. Tal vez ésta es una de las razones por las que hemos decidido clasificarlos de la manera antes mencionada, no queremos que sean como nosotros, no los queremos reconocer como seres humanos, porque al final, nosotros no somos así, ¿o sí?
Ya sea por miedo o repudio, despojarlos de su condición humana es un error, porque como se comentó al principio, los colocamos en un plano inferior, en el terreno de la irracionalidad animal, de la enfermedad o de la monstruosidad. Esto distorsiona el debate público y, de cierta manera, justifica los hechos cometidos. No, no tienen ninguna justificación, los dos últimos feminicidas están completamente funcionales, no hay deterioro cognitivo ni indicio de algún trastorno mental, eran vecinos socialmente aceptados y uno de ellos era hombre de familia.
Ésa es la esencia de la maldad humana, que se ve como una persona común y corriente, que puede ser tu compañero de trabajo, tu esposo o tu hermano. Posiblemente éste es el golpe más duro al narcisismo humano, la maldad no es un ente de grandes dimensiones, no tiene cuernos, ni dientes filosos, no vive debajo de la cama, ni en el subsuelo, ni tampoco en el espejo, la maldad vive entre nosotros y también en nosotros (al respecto, vale la pena revisar los experimentos de Stanford y de Milgram).
Para la criminología mediática es importante que los medios rompan con este discurso demoníaco o “monstrificador”, aunque se entiende que su afán es el de generar clickbait o audiencia, no tienen ninguna justificación. Asignar un calificativo o un apodo a alguien que ha asesinado no sólo le resta importancia a su acto, también invisibiliza a las víctimas; el debate entonces se centra en el monstruo o en el animal asesino y no en la víctima directa y víctimas indirectas como familiares y amigos; se centra en el hecho, en los morbosos detalles de su crimen, no en el dolor ni en la exigencia de justicia.
Lo único que generan los medios, al jugar (porque a veces parece que juegan en lugar de informar) con algo tan sensible como un homicidio, es un sesgo en la opinión pública y la incapacidad de enfrentar los fenómenos de la violencia humana como lo que son: parte de nosotros. Ni animales, ni monstruos, son seres humanos, pertenecen a nuestra raza, viven en nuestra comunidad, visten como nosotros, trabajan y se relacionan con nosotros; la maldad está ahí y para poder combatirla hay que aceptarla como es: completamente humana.
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