A Ceci y Héctor Ibarzábal,
vecinos ejemplares constructores de paz.
El reciente asesinato de dos jesuitas en Chihuahua ha provocado importantes posicionamientos de la Iglesia Católica frente al grave problema de violencia generalizada que enfrenta nuestro país. Sin embargo es importante precisar que la Compañía de Jesús cuenta con amplia experiencia en la materia. Según lo difundió recientemente el Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales (COMEXI) en una entrevista que realizó Alejandra López de Alba G. al jesuita Jorge Atilano González Candia, Asistente del Sector Social del Gobierno de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús, desde el año 2010 en que hizo crisis la violencia en nuestro país, los jesuitas de México se han dado a la tarea de analizar y responder a la necesidad popular de atender de manera prioritaria la violencia, a través de la reconstrucción del tejido social. En efecto dicha prioridad forma parte del Plan Apostólico 2011-2020 que en 2012 los llevó a integrar una comisión de la cual el padre González Candia forma parte y en 2015 a formular un programa por la paz.
El diagnóstico que se hizo sobre el origen de la violencia cultural y estructural fue mediante una investigación cualitativa. En primera instancia se realizó una primera investigación en 14 regiones del país (indígena, campesina, urbana y suburbana), incluyendo hombres y mujeres de diversas generaciones, niños y niñas, y se cruzaron las narrativas, lo que permitió concluir que la mayoría de las comunidades estaban desorganizadas. Se detectó que el cambio generacional llevó de una narrativa vinculante y comunitaria (familia, comunidad, tierra, ética) a una narrativa individualizada relacionada con el éxito personal, la idea del fracaso o del miedo.
González Candia asevera que se aceleró el proceso de individualización, en detrimento del vínculo social e institucional y que el acceso a los recursos sin significaciones comunes de sentido, hizo que la gente se desvinculara y se perdiera el límite en la relación con “nosotros”. Encontramos ahora la dificultad de autorregular la propia libertad, unido a que el imaginario del poder en México es negativo. Para la población “poder” significa autoritarismo, dominación, imposición por parte de quien lo detenta, sea teniendo una pistola o un puesto gubernamental. Así se ve un debilitamiento institucional y una mercantilización de la vida. Las categorías económicas que predominan en la sociedad han afectado la relación familiar, en la escuela, en el noviazgo: doy en la medida en la que recibo. Esta problemática ha favorecido la utilización de la violencia para la solución de conflictos.

La visión jesuítica se centra en que para resolver el problema de la violencia hay que atenderla desde sus causas, tanto por parte del gobierno como de la sociedad, incluyendo la academia y la investigación. Hay elementos subjetivos de la inseguridad: el hecho de que una persona se sienta insegura en un territorio no depende solamente de que bajen los índices delictivos, sino que influyen también los niveles de confianza con los vecinos. Es importante conocer quién vive al lado nuestro para generar confianza. Es importante integrar estos factores subjetivos en una estrategia que promueva la paz y la seguridad. Esto es, ni más ni menos, que la reconstrucción del tejido social en la que ha insistido el gobierno federal y de manera creciente las entidades federativas del país.
La determinación de los caminos más viables para construir la paz ha sido el objetivo del trabajo de los jesuitas durante los últimos siete años, mediante la aplicación de procesos para lograr la unidad y la armonía en las comunidades. Han encontrado que la violencia se alimenta con los traumas comunitarios que han desconectado a la comunidad, que si no se identifican y atienden, resulta imposible reconstruirla. Hay que identificar en cada caso la necesidad que provocó la desconexión comunitaria.
Para ello la Compañía de Jesús creó la “pedagogía del buen convivir” que tiene seis etapas: la primera, sensibilizar e involucrar a la comunidad para identificar ese trauma comunitario; la segunda etapa pretende un encuentro significativo que atienda las necesidades vitales de la comunidad: escucha, verdad, apoyo mutuo, conocimiento y encuentro, que genere empatía; la tercera se refiere a la comprensión, para asumir la responsabilidad de cada actor de la sociedad (el ciudadano, el policía, el gobierno, la iglesia, los padres de familia, los vecinos) en función de los recursos con los que se cuenta para salir adelante; la cuarta se refiere a la transformación, a lo que se tiene que cambiar, una vez identificado el elemento que generó la separación, como familia, como escuela, como empresa, como gobierno, hay que unificar las visiones sobre lo que hay que transformar, prácticas y actitudes; la quinta etapa se refiere a la revinculación, a efecto de lo que se vivió en la comunidad se comparta con otros para identificar una misión común, entre ciudadanos y gobierno, entre empresa, comunidad y familia; y la última etapa se refiere a generar y renovar acuerdos para propiciar un mejor comportamiento que permita una mejor convivencia.
Esta última etapa se ha pretendido resolver mediante reglamentos o leyes, cuando lo que se requiere es un proceso de escucha, de diálogo, de asunción de responsabilidades, de cambios, de compromisos, que lleven al bien común. Desde luego estos procesos son más rápidos en núcleos de población pequeños, por lo que conviene partir desde el núcleo social más pequeño: la familia. El propósito es generar un proceso de contagio. Lo importante es tener la experiencia positiva y dar el testimonio para que sea replicada.
La Compañía de Jesús cuenta ya con varios casos exitosos, tal como el de Huatusco, Veracruz, en cuya cabecera municipal con alrededor de 20 mil habitantes, se dividió la comunidad en veinte sectores en los que se fomentó la convivencia vecinal. Este proceso se facilitó mediante la integración de los abuelos que contaron historias y leyendas y se identificaron las cualidades personales de los vecinos para generar una identidad vecinal, cuyos signos comunes se plasmaron en un mural para fortalecer la identidad del barrio que permitió una generación de enlaces personales. La pandemia generó un proceso de solidaridad, en el que se reunió el empresariado con la red vecinal para dar despensas a los más necesitados, lo que detonó la generación de redes vecinales de solidaridad, y permitió encontrar un nuevo problema a resolver de manera común: la familia y las adicciones. Así fue como la determinación de la necesidad provocó el encuentro para generar un proceso de solución y la adopción de compromisos para resolverlos. Este es el círculo virtuoso que se pretende generar. Se trata de un ciclo permanente, para lo que es necesario generar la habilidad de la comunidad que favorezca la cultura de siempre estar organizados para resolver las necesidades que van surgiendo.
Parece que el reto queda claramente establecido. La violencia es un tema complejo, sistémico y multicausal, lo que hace necesario la adopción de acciones simultáneas en diversos sectores sociales e instituciones que permitan lograr los cambios culturales y estructurales que la sociedad requiere. Se parte del encuentro personal, se fortalece la identidad comunitaria, se asume la responsabilidad individual y la comunidad se organiza para atender sus necesidades de emergencia y sus necesidades más estratégicas. No hay caminos cortos ni soluciones mágicas, la construcción de la paz requiere del compromiso y la acción de cada uno de nosotros. Que nadie se quede fuera.
El contenido presentado en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no necesariamente representa la opinión del grupo editorial de Voces México.
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