Sin duda la pandemia de Covid-19 ha significado un cambio importante para buena parte de los habitantes del planeta. De alguna u otra manera hemos modificado nuestras vidas. Ya sea por las medidas implementadas públicamente para disminuir el riesgo sanitario (mediante el encierro social obligado o voluntario y la disminución o cierre temporal de actividades económicas); o bien por las adaptaciones que en el ámbito privado hemos estado haciendo para seguir con nuestras vidas (a través de la educación a distancia, el trabajo desde casa, o las compras en línea). Aunque es cierto que también hay amplios sectores sociales que, por su situación de precariedad o marginación socioeconómica, no han modificado en mayor medida sus vidas (por ejemplo, la gente que vive en las calles, quienes dependen de la economía informal o las poblaciones que viven alejadas de los centros urbanos). No obstante, para todos, en alguna medida, se ha trastocado la vida como la teníamos antes de la pandemia.
Estos cambios pueden ser pasajeros. Hace unos días escuchaba una mujer que clamaba estar ansiosa por regresar a sus actividades tal cual eran antes de la crisis sanitaria: “daría cualquier cosa porque mi vida fuera como antes”. ¿En serio? -Pregunté en silencio. ¿Realmente queremos regresar a la vida que teníamos antes de la pandemia? Acaso el momento actual no nos ha hecho reflexionar sobre lo que teníamos, lo que no teníamos y lo que quisiéramos o deberíamos tener. Frente a los momentos difíciles actuales, con más de 20 millones de personas infectadas y casi ochocientos mil decesos en el mundo, no podemos dejar de hacer un alto para replantearnos la forma en que estamos caminando como especie. Desde mi perspectiva, no podemos regresar a nuestra vida como si nada hubiera pasado. Tenemos que anclar los cambios que actualmente estamos experimentando en modelos de vida más sustentables, menos nocivos, más reflexivos, menos invasivos, más armónicos, menos destructivos.
Los cambios pueden ser a nivel micro, meso y macro. Pueden impactar en la vida de los individuos, de las comunidades, de los países, de las regiones y de todo el planeta. Los cambios también pueden ser duraderos. Pueden ser transformaciones significativas, tanto en el ámbito público como en el privado. Por mencionar un ejemplo, pensemos en la transformación que, en algunas ciudades europeas como Ámsterdam, ya están contemplando para reactivar sus economías.
La propuesta se conoce como “el modelo de la dona” y consiste en prosperar como sociedad de forma justa. Para ello se plantean dos tipos de límites. Los límites planetarios o externos para mantener la estabilidad del sistema tierra y los límites internos para garantizar las necesidades básicas e irrenunciables del ser humano (comida, agua, sanidad, energía y educación, así como igualdad y representatividad política). Entre ambos límites (interno y externo) se genera una franja de confort, de bienestar social y ambiental (gráficamente esto se ve como una dona, de ahí su nombre). El objetivo de este modelo es evitar la autodestrucción actual y para ello la economía debe fundamentarse en el bienestar y no en el progreso. En otras palabras, esto implica incorporar los derechos humanos en el sistema económico para generar acciones y estrategias basadas en un bienestar compartido y limitado y no en un crecimiento ilimitado e inviable (SWC, 2020).
Este modelo fue presentado como un documento de trabajo de Oxfam internacional en 2012. Posteriormente tomó protagonismo en la Asamblea General de la ONU y fue un referente para el movimiento social Occupy London. Su creadora, la economista británica Kate Raworth (Londres, 1970) del Instituto de Cambio Ambiental de la Universidad de Oxford, plantea necesario retomar la idea de la economía como “el arte de gestionar el hogar”. Para ello se tiene que transformar la mentalidad económica a fin de advertir la interdependencia que existe, por ejemplo, entre el sistema de producción y de distribución, esto es, entre la economía, la salud y los recursos del planeta: “Todos los economistas deberían repensar los indicadores del mundo en el que vivimos y plantearse cómo manejamos nuestros recursos planetarios. Este debería ser el punto de partida: la naturaliza es inherente a la economía […] Hay que plantearse qué tipo de mentalidad económica, instituciones, políticas y estructuras hacen falta para ello”. Esto implica “poner por delante el bienestar humano y planetario y la salud de ambos” (palabras de la economista en una entrevista realizada por Belén Kayser para la revista Ballena Blanca).
Uno de los puntos básicos de esta propuesta es cambiar la medición de crecimiento económico del PIB: “El Producto Interior Bruto pertenece a lo que yo llamo economía del siglo XX, es una forma de medir la producción con la que [economistas y gobernantes] llevan obsesionados desde 1930. Aquel indicador de progreso resultó útil [en su momento]: sirvió para compararse con otros países […] para incentivar la competitividad y seguir creciendo”. Pero, esta medición, en palabras de Raworth, también se ha utilizado “para justificar desigualdades extremas de renta y la destrucción del medio natural. Hay muchos aspectos limitantes en esta forma de pensar”. En lugar de ello, la economista británica propone medir no el crecimiento económico, sino la prosperidad humana (Kayser, 2020).
Para lograrlo, dice, “Hay que pre-distribuir las fuentes del crecimiento y de conocimiento”. Por ejemplo, ayudar a que la propiedad de energías renovables sea compartida para que las comunidades sean copropietarias. “El crecimiento de las licencias de código abierto son conocimiento de forma distributiva; en cuanto a la vivienda, apoyar un modelo más distributivo, por ejemplo, mediante cooperativas”. Otra forma de alcanzar los objetivos que establece el modelo de la dona implica que los agentes económicos (empresas) se transformen, lo cual “va a ser costoso”. Por ejemplo, “el rediseño que plantea el donut consiste en que las compañías podrían empezar a vender servicios en vez de productos: iluminación en lugar de bombillas” (Kayser, 2020). Esto implica modificar la mentalidad económica centrada en la ganancia de la empresa en el corto plazo; en el extractivismo y la obsolescencia para dar paso a una mentalidad que contemple esfuerzos sostenibles y regeneradores. En otras palabras: “Obtener el mayor retorno y beneficios posibles debe dejar de ser la meta. Y la base debe ser la protección ambiental, [esto] no puede ser algo accesorio”.
El modelo implica, en suma, una “reforma profunda”. El objetivo de la economía basada en el modelo de la dona gira en torno a revertir la diferencia en el acceso a los recursos planetarios y a la riqueza. Ése es uno de los principales propósitos del modelo: “crear una economía regeneradora” que contribuya a “reducir la brecha” de desigualdad para “eliminar los extremos en el bienestar”. Tal como se está planteando en la capital holandesa, el momento actual parece ser una oportunidad para replantearnos la forma en que hemos estado haciendo las cosas como sociedad.
El ejemplo que aquí he reseñado representa es una muestra de que sí podemos promover cambios más duraderos, más significativos; que nos lleven por un sendero de bienestar compartido y nos aleje de aquél que hemos ido transitando hasta ahora, donde los privilegios de unos se traducen en desventajas y violación de derechos de una gran mayoría. Dejemos de ansiar regresar a la otrora normalidad para que juntos, ciudadanos, empresas, académicos, gobernantes, medios de comunicación, todos, contribuyamos para plasmar cambios duraderos y significativos en nuestras vidas y en las vidas de las generaciones futuras.
Referencias:
· Kayser, Belén (16 de abril de 2020), “Kate Raworth, economista: «La ‘economía del donut’ satisface las necesidades de todas las personas, pero dentro de los límites del planeta»”, elDiario.es.
· SWC – Sustainability Worldwide Center (abril, 2020), “Ámsterdam adoptará el modelo ‘donut’ para reparar la economía posterior al coronavirus”, Sustainability Programme.
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