En esta columna comparto una reflexión en mi carácter de docente de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) en un contexto político donde se ha criticado nuestro papel para cubrir necesidades de interés nacional; y en un escenario de contingencia global sanitaria que nos ha afectado en todos nuestros ámbitos de vida.
Para ello parto de lo que parece un Perogrullo, pero que no quiero obviar: 1) la Covid-19 nos ha cambiado la vida y 2) las críticas a las actividades docentes y de investigación no tienen fundamento si vemos el compromiso que muchos de los colegas tenemos con nuestra realidad. Si bien no podemos generalizar este compromiso en todos y cada uno de quienes integramos el gremio, tampoco podemos generalizar todas las críticas (muchas de ellas absurdas) que se han desplegado. Pero, en esta reflexión no quiero detenerme a contestar estas críticas, me parece más provechoso centrar la atención en la labor que tenemos como docentes en una situación tan crítica como la que vivimos con la pandemia y las afectaciones en nuestras relaciones sociales, laborales y familiares.
De un día a otro, tal como en una película de ciencia ficción, nuestra vida se vio amenazada por un virus. Nos recluimos y comenzamos a vivir con miedo. Tuvimos que cambiar nuestra actitud y relación hacia los demás. Las muestras de solidaridad y empatía crecieron desde los primeros días en que se declaró la alerta global, aunque, contradictoriamente, también se alimentó la desconfianza y el miedo hacia el “Otro”. Pero, si bien con toda la angustia por un posible contagio, el “Otro” se tornó en una amenaza, también fue “Alguien” que nos ayudó o “Alguien” que necesitó de nuestra ayuda y empatía.
En el ámbito académico, docente y estudiantil, las relaciones sociales también se vieron afectadas. Además de que la interacción cotidiana en la escuela y las aulas se trasladó a la virtualidad, estuvo marcada por la pérdida de vidas. El dolor, el miedo y la angustia acompañaron las clases que debíamos impartir docentes y las que debían seguir las y los alumnos. Entonces fue evidente que la relación docente-estudiantes debía cambiar.
En esta columna quiero reflexionar sobre una nueva relación en los procesos de enseñanza aprendizaje con la cual estamos afrontando este momento de crisis, y con lo cual también podemos mejorar la calidad educativa y la formación de seres humanos empáticos con los demás, preocupados por su entorno y por el bienestar colectivo. Con ello, en suma, podremos construir mejores posibilidades de vida en el futuro.
Para ello relato mi experiencia profesional en la máxima casa de estudios de México. Este relato, seguramente, encuentra correlatos en muchas experiencias de aquellos docentes y académicos que trabajan en las universidades y los centros de investigación que han sido objeto de diversas embestidas en la actual administración federal.
Experiencia como docente
En 2005, recién egresada de la maestría en sociología política en un Centro de Investigación Pública, tuve mi primera experiencia docente. Enseñaba sociología a docentes que cursaban una maestría en educación. Recuerdo que mis primeras clases fueron todo un reto porque sabía que estaría frente a un grupo de estudiantes que tenía amplia experiencia docente. Dedicaba mucho tiempo a la preparación de las clases porque, además de los contenidos curriculares, leía sobre didáctica y pedagogía. La experiencia fue enriquecedora y desde entonces reforcé mi interés en el proceso de enseñanza-aprendizaje.
Desde 2013, tres años después de haber concluido mi doctorado en ciencias sociales (en otra institución pública), y una vez que entré como investigadora a la UNAM, soy titular de un laboratorio metodológico en el Posgrado en ciencias políticas y sociales. El contenido curricular de la materia implica enseñar a estudiantes la forma en que pueden desarrollar sus investigaciones mediante las premisas de la metodología cualitativa y, en particular, desde el método etnográfico. En este proceso he aprendido con ellas y ellos la importancia que tiene la formación académica, pero también el empoderamiento del estudiantado. Esto implica un cambio de paradigma respecto a la relación docente-estudiante: de una relación jerárquica y, a veces, autoritaria, a una relación horizontal y de acompañamiento.
Las sesiones del laboratorio siempre han estado complementadas por charlas extra-aula en las que estudiantes plantean dudas sobre sus procesos de investigación. Esta dinámica e interacción se vio trastocada, como otras tantas cosas de nuestras vidas, con la pandemia de Covid-19. Entonces las sesiones presenciales, las charlas en los recesos, las idas a la cafetería se trasladaron al espacio virtual. Seguíamos reuniéndonos, a pesar de las dificultades técnicas de algunos, cuatro horas semanales. Además del estrés que a todos nos implicó modificar nuestras rutinas laborales y escolares, también enfrentamos retos emocionales cuando la enfermedad estaba cerca de nuestros entornos. Eso se vio reflejado en el estado de ánimo de quienes asistían a mi laboratorio.
Para sobrepasar los malos ratos que implicó para muchos la pandemia, decidí organizar un ejercicio de escritura donde cada cual compartiera sus sentires, sus dificultades, sus miedos. Con ello redactamos de manera colectiva dos textos que publicamos en un espacio de divulgación universitario y en esta columna de opinión. Este proyecto complementó el contenido curricular del curso y permitió a los estudiantes gestionar sus emociones en los momentos difíciles que estábamos pasando: Un estudiante había perdido a su padre, otra más tenía a varios familiares enfermos y hospitalizados, otros padecían las dificultades para conectarse a Internet, otros más contaban las complicaciones para tener un espacio adecuado al estudio dentro de sus hogares. Fue una experiencia enriquecedora y liberadora para todos.
En suma, las actividades que he desarrollado en este laboratorio han buscado construir una relación dialógica (horizontal), basada en la confianza personal y mutua, para aprovechar el potencial de cada uno de los participantes (docente y estudiantes) en un proceso que denota las singularidades y que busca el empoderamiento individual a la par de la formación académica, y que tiene en consideración las situaciones contingentes que pueden afectar nuestro desempeño. Las distintas actividades emprendidas en este laboratorio han enriquecido mi identidad docente; es decir, “la manera en la que un maestro o maestra se percibe a sí mismo en relación con la labor que desempeña en su ámbito profesional”; la cual va cambiando conforme a los factores contextuales “que están en constante interrelación con la vida personal” (Valero, 2019: 273).
Hacia una nueva relación docente-estudiante
Este relato y experiencia seguramente guarda relación con el de tantos otros docentes y de él podemos extraer algunas lecciones sobre la forma en que está cambiando la relación con el estudiantado. Quienes cursamos carreras que implican la investigación y, por tanto, la reflexión y muchas veces el trabajo en solitario, en nuestros años de formación, nos sentimos angustiados, frustrados y aislados. En mi caso, tuve la fortuna de tener algunos docentes que entablaron una relación basada en la confianza, a partir de la cual pude vivir la experiencia compartida del aprender-haciendo con su acompañamiento y con su interés por aprovechar mi potencial.
De aquellos años estudiantiles en instituciones de educación pública recuerdo con cariño a docentes que entablaron una relación de confianza y empoderamiento durante el trabajo en seminarios y talleres, pero también en las cafeterías universitarias. Ahí pude compartir angustias, pero también las ideas que iba construyendo en mi proceso formativo. Fui afortunada al no tener “experiencias de terror” con docentes que no estaban interesados en compartir y aprovechar el potencial del estudiantado, sino que sólo quieren mostrar su poder para someter y hasta ridiculizar a quienes intentan aprender.
A partir de mi experiencia y la de muchos colegas que comparten el oficio en instituciones públicas y privadas, podemos ver la forma en que estamos construyendo una nueva relación donde el papel del profesorado es la de un “espejo” para las y los estudiantes (Valero, 2019: 275), mediante el cual pueden mirarse, valorarse y construirse como mejores seres humanos al tiempo que aprenden y construyen conocimientos aptos para su vida futura. En esto, no obstante, es necesario no simplificar las ideas que están detrás de esta nueva relación, al pensar que con ella la labor del profesorado será más terapéutica que educativa o más centrada en el individuo que en la vida social.
El docente no deja su papel de educador, lo que suma es su capacidad de escucha, su empatía y su disposición por construir conocimiento de manera conjunta. El docente no deja de tener un papel protagónico (de guía y de maestro) en la formación y la construcción de conocimientos, pero debe tener la capacidad de la escucha y la empatía hacia el estudiantado. En esta nueva relación docentes y estudiantes han de involucrarse para sacar lo mejor de sí mismos. Con esta nueva relación se promueven “roles docentes que otorgan mayor protagonismo, libertad y respeto al estudiantado, y que incitan al profesorado a desarrollar su dimensión emocional como primer paso para velar por la de su alumnado” (Valero, 2019: 282). Con ello el profesorado universitario, que tanto ha sido criticado en fechas recientes, está contribuyendo a formar mejores seres humanos, capaces de tener un compromiso social duradero.
Referencia
Valero, A. (2019). Coaching educativo: ¿Qué identidad docente nos revela esta nueva corriente? Foro de Educación, 17(27), 271-287.
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