Al establecer y reconstituir constantemente las fronteras entre un organismo vivo y su medio ambiente, el sistema inmune ayuda a mantener la cohesión entre sus componentes celulares y moleculares, lo cual en buena medida define su identidad biológica de cara al mundo. El sistema inmune actúa mediante la producción de anticuerpos –inmunoglobulinas elaboradas y secretadas por linfocitos del propio organismo– para neutralizar las sustancias que lo penetran, denominadas antígenos, y que suelen provocar enfermedades. A mediados del pasado siglo no se sabía en detalle cómo se generan los abundantísimos anticuerpos necesarios para efectuar esta función, pero se daba por sentado que se sintetizaban bajo demanda como consecuencia de la exposición del organismo; es decir que cada antígeno estimula al sistema inmune para producir los anticuerpos específicos para neutralizarlo.
El virólogo australiano Frank Macfarlane Burnet estableció en 1949 la noción de que el sistema inmune define la individualidad biológica del organismo al distinguir entre los componentes que le son propios y los que no lo son, de tal forma que se dispara sólo cuando entidades extrañas o externas invaden el cuerpo, como bacterias, virus, alérgenos o trasplantes. Este investigador teorizó que la capacidad para distinguir las moléculas, las células o los tejidos propios de los ajenos es adquirida. Desde su gestación el sistema inmune “aprende” las características moleculares del organismo que lo alberga, lo cual se traduce en que las substancias propias no provoquen una respuesta y sean “toleradas”. Todo individuo posee un repertorio molecular característico que el sistema inmune aprende a tolerar y ese repertorio propio es el Self o el yo biológico definido como aquello que el sistema inmune “reconoce” como perteneciente al cuerpo que lo alberga. En 1960 Burnet y Peter Medawar recibieron el Premio Nobel por el descubrimiento de la tolerancia inmunológica. Rescato esta cáustica frase del polifacético sabio y “padre de los trasplantes” Peter Medawar: “La mente humana trata a una idea nueva del mismo modo que el cuerpo a una proteína extraña: la rechaza”.
El “yo inmunológico” fue un concepto fuertemente arraigado en las ciencias biomédicas por décadas. Sin embargo, la identidad implicada no se ha logrado establecer con toda certeza porque hay variaciones en la actividad del sistema inmune a lo largo de la vida, o bien porque en ciertos periodos pueden suceder fenómenos de tolerancia o de alergia, pero no en otros. Algo parecido ocurre, como hemos venido relatando, con el Self o el yo psicológico que, en vez de una entidad substancial y concreta, se perfila como el conjunto densamente interrelacionado de funciones de la autoconciencia humana que se manifiestan como la representación que el individuo tiene de sí mismo y que fluctúa de diversas formas.
La teoría de la inmunidad ha dejado atrás la dicotomía del yo y el no yo como una oposición binaria de tipo todo-o-nada tan tajante como un interruptor de corriente con dos estados posibles: apagado o encendido. La idea inicial del yo inmunológico estaba cerca del interruptor: el sistema inmune se mantiene apagado cuanto se trata del propio organismo y se enciende cuando es invadido por moléculas foráneas. Desde hace tiempo se conoce que la respuesta inmune no es todo o nada y varía desde el silencio, cuando el sistema no reacciona a ciertas sustancias, hasta la respuesta intensa, pasando por grados de estimulación. El mayor interés estriba en la respuesta máxima, pues ésta no sólo juega un papel decisivo en la medicina, sino que impacta al lenguaje metafórico que plantea al sistema inmune como un ejército que defiende al organismo de una invasión, belicoso discurso análogo al de los himnos militares: el cuerpo es a la patria lo que el linfocito al soldado, el antígeno al enemigo, el anticuerpo al arma, etcétera.
Otros dos mecanismos biológicos de orden molecular y celular corrigen y actualizan la noción de Burnet al arrojar luces sobre la respuesta inmune. Uno de ellos es el fenómeno de la autoinmunidad, el hecho de que el sistema inmune puede reaccionar hacia tejidos de su propio huésped como si fueran extraños y provoca patologías potencialmente tan severas como la artritis reumatoide, el lupus eritematoso, la miastenia gravis o la esclerosis múltiple. El otro mecanismo es la inmunidad compartida, el hecho de que el contacto/contagio entre organismos de la misma especie, o incluso de diferentes especies, lleve a una inmunidad cruzada. El organismo no constituye una entidad circunscrita y aislada, sino un miembro de una comunidad caracterizada por un intercambio orgánico profuso que hace al self biológico ser partícipe de una densa trama ecológica. Una dualidad tajante yo/no-yo previene la comprensión de la red que constituye el suprasistema ecológico y social en el que los individuos están embebidos, en particular los humanos, especie intensamente social. Se advierte aquí otro paralelismo relevante entre el self biológico y el self psicológico: ambos requieren del medio para definirse y los límites de la identidad inmunitaria y de la identidad psicológica son difusos y están abiertos.
Si bien la inmunidad es un proceso en continuo desarrollo que no arroja una delimitación precisa de la individualidad biológica, sí constituye un enlace acoplado con el resto del organismo y con las entidades del medio que sólo se puede entender en el contexto temporal de la trayectoria del organismo. Algunos han considerado que el yo o el self inmunológico no es algo definible en términos celulares o moleculares y constituye más bien una metáfora para el silencio del sistema inmune, es decir, su tolerancia o no reactividad hacia las moléculas o las células que produce el propio organismo. Ahora bien, se le llame silencio inmune, tolerancia, o yo biológico, subsiste una noción de individualidad orgánica variable y temporal.
Todo esto impone una pregunta fascinante: ¿existe una conexión entre el self biológico que reconoce el sistema inmune y el self psicológico que reconoce su propio cuerpo? En el tratamiento de este tema destacan dos autores. El primero es Gerald Edelman, inmunólogo y neurocientífico de la conciencia. En 1972 ganó el Premio Nobel por haber mostrado cómo los anticuerpos pueden reconocer una variedad prácticamente infinita de antígenos. Su idea fundamental fue muy novedosa: los anticuerpos evolucionan en el cuerpo como las especies animales en la evolución descrita por Darwin, es decir, mediante variación y selección. Aplicando esta idea a la neurocencia de la conciencia, Edelman propuso una teoría de selección de grupos neuronales que permanecen activos en el cerebro dada su eficacia, en tanto otros grupos son eliminados, una hipótesis conocida como “darwinismo neuronal” (véase Edelman y Tononi, 2000).
El segundo autor relevante a la pregunta es el neuropsicólogo portugués Antonio Damasio, quien en 2003 sugirió que el yo se origina por dos funciones correlacionadas, la primera es la representación o imagen funcional del estado interno del organismo que permite mantener la homeostasis (el arreglo del medio interno necesario para la vida), y la segunda es la representación del medio externo que permite ajustar la conducta para que el organismo se adapte, sobreviva y se reproduzca. Damasio propone que el sistema inmune interviene crucialmente en la primera tarea y de esa forma contribuye a fundamentar un yo biológico como núcleo o centro de la autoconciencia. Se plantea la siguiente hipótesis: puede haber una conexión entre la imagen corporal que se integra en el cerebro gracias a mecanismos neuronales y la identidad inmunológica porque ambos procesos están entrelazados por procesos moleculares y celulares de regulación cibernética mutua y de auto-reconocimiento.
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