La idea del yo, el sujeto o el self como un sistema estratificado en niveles que entraña un centro o núcleo esencial y primario, porciones agregadas que capacitan la conciencia y unas más integrales que se manifiestan en la conciencia de sí ha sido propuesta por varios científicos cognitivos. La psicóloga social Hazel Markus de la Universidad de Stanford, fue una de las primeras en proponer estructuras cognitivas que llamó auto-esquemas, generalizaciones derivadas de la experiencia que guían y organizan la conducta. Estos auto-esquemas implican inferencias sobre los estados internos, juicios, decisiones y acciones que resultan en una autocaracterización y pueden entenderse como teorías implícitas que habilitan a los sujetos para explicar sus acciones pasadas y programar su acciones venideras. El autoconcepto resultante sería una estructura cognoscitiva dinámica, activa e interpretativa que está constantemente involucrada en la regulación del comportamiento.

En 1998 el filósofo de la cognición José Luis Bermúdez, analizó en detalle los mecanismos fisiológicos de la percepción del propio cuerpo (propiocepción) y los propuso como fundamentos de la autoconciencia, con lo cual disipaba el círculo vicioso suscitado al considerar a esta propiedad únicamente desde la capacidad de hablar en primera persona. En el mismo sentido, Bronfman, Ginsburg y Jablonka, filósofos israelíes de la ciencia, propusieron que el núcleo o proceso fundamental de la conciencia de sí es el conjunto de sensaciones que incluyen tanto las evocadas por el mundo externo como las de posición y movimiento del propio cuerpo. Este núcleo funcional estaría sujeto a una forma de aprendizaje asociativo ilimitado y sería común a muchas especies animales, cuyas sensaciones corporales constituyen una forma de autoconciencia mínima o sentiencia. Desde este punto de vista, la experiencia de sentir es condición necesaria de la autoconciencia, a partir de la cual, durante la evolución y el desarrollo, se elaboran formas más elaboradas de conciencia como son la perceptual, la afectiva, la conceptual, la identitaria, la social o la ética.

Por su parte, Newen y Vogeley, filósofos de la Universidad de Bonn, consideran que el self es una entidad real y natural, corporal y flexible, integrada como una pauta o una estructura cambiante de rasgos característicos. Proponen que consta de cinco niveles: el más básico es no conceptual y equivale a los mecanismos fisiológicos que la posibilitan, el segundo correspondería a las representaciones conceptuales, el tercero a las sentientes, el cuarto a la metacognición y el quinto a la meta-representación, que correspondería a la noción de uno mismo a través del tiempo. Por su parte, Shaun Gallagher, el conocido investigador y proponente de la cognición situada y embebida, ha elaborado una teoría pautada del self según la cual éste se constituye por varios aspectos o facetas que incluyen funciones de corporalidad elemental, de experiencia mínima, funciones afectivas, intersubjetivas, cognitivas, narrativas, extendidas y situadas. En los diversos enfoques científicos o filosóficos, estos aspectos son tratados muchas veces como separados o alguno de ellos como esencial, pero Gallagher propone que trabajan integradamente a través de varias dimensiones de operación y manifestación, una de las cuales corresponde a las zonas y redes cerebrales que fundamentan cada uno de estos aspectos.

La neurociencia basada en las imágenes cerebrales obtenidas durante el ejercicio controlado de tareas cognitivas ha explorado cada vez con mayor empeño los mecanismos neurológicos que fundamentan el sentido de uno mismo. La idea general derivada de estos estudios perfila que cada una de las facetas de la autoconciencia implica la activación dinámica de una red neuronal relativamente específica y que el sentido general de ser uno mismo, surge como el resultado de una amplia interacción entre todas estas redes. Otras redes aparentemente ajenas pueden agregarse cuando se requiere; por ejemplo, se ha encontrado que la red de recompensa del cerebro puede reclutarse en procesos de la autoconciencia que resultan gratificantes como sucede cuando la persona se siente satisfecha de sus propias acciones.
Sui y Gu, psicólogos de la Universidad de Bath, infieren que el self requiere de interacciones entre tres redes neuronales, una medial prefrontal que subyace una noción nuclear de uno mismo (self network), una prefrontal dorsolateral de control cognitivo y una de prominencia o saliencia situada en la ínsula. Smith propone un circuito cerebral nuclear integrado por múltiples regiones de la corteza cerebral que trabajan al unísono para posibilitar la percepción y la toma consciente de decisiones, aspectos centrales de lo que se asigna como self. El grupo de Michel Gazzaniga, uno de los investigadores más reconocidos en la neurociencia cognitiva, sugirió que la certeza de ser uno mismo a través del tiempo, la ipsiedad, puede emerger de funciones de “interpretación” del hemisferio izquierdo. Las capacidades de autoconciencia identificadas como el self, estarían distribuidas por todo el cerebro, pero el hemisferio izquierdo, el dominante para el lenguaje y la dexteridad manual en las personas diestras, tendría la capacidad de interpretación que genera un sentido de unidad de la conciencia y que se presenta aún en pacientes sometidos a una comisurotomía terapéutica (la sección del cuerpo calloso para desconectar a los dos hemisferios cerebrales).

La noción de sujeto tiene dos facetas o vertientes genuinas, compatibles y complementarias: una de ellas subraya la capacidad de sentir y la otra la capacidad de actuar. El sujeto humano es capaz de sentir, saber, decidir y actuar como factores indispensables para establecer conductas y relaciones apropiadas con su medio ambiente y con otros sujetos. Sus actuaciones se integran por mecanismos sensitivo-motores que operan en situaciones concretas y los éxitos o fracasos de sus actos se almacenan en la memoria para ser aplicados en ocasiones venideras. De esta forma el sujeto nunca está acabado, sino que se esculpe mediante la depuración de habilidades que va desplegando tanto en la esfera de su intimidad subjetiva como en la de su expresión objetiva. Los límites entre ambas esferas son borrosos, pues si bien hay una clara diferencia entre lo que el sujeto siente o piensa y lo que actúa y expresa, entre las dos hay un profuso intercambio de causalidades.
Cuando la persona entiende o quiere algo, no sólo conoce algún objeto o evento, sino que experimenta los actos mismos de entender y querer y, con ello, siente que existe y que vive. Esta conciencia básica y tácita no es algo que el ser humano haga a voluntad, aunque puede realizar una introspección profunda al respecto; es una propiedad que viene de fábrica. Santo Tomas consideró que esta facultad es precisamente el alma, porque la conciencia ante sí misma lo convence de que es algo inmaterial. Hoy contamos con explicaciones funcionales fundadas que, si bien no especifican aún los mecanismos íntimos de la conciencia, en especial de la conciencia de sí, postulan hipótesis verosímiles y compatibles con el resto de las ciencias. El modelo de la autoconciencia que va surgiendo es el de una estructura dinámica y compleja con niveles de operación que van desde el sentir fundamental hasta la conciencia moral y con al menos 10 facetas funcionales que hemos ido desglosando en los capítulos precedentes.
En el poema “Yo canto al cuerpo eléctrico” de Walt Whitman, traducido por Jorge Luis Borges, leemos el siguiente verso: “Sentidos exquisitos, ojos que la vida ilumina, coraje, voluntad”. La integración de las múltiples sensaciones con la fuerza de voluntad que guía el comportamiento responde a una propiedad intrínseca de la vida que el poeta, en su lúcido arrebato, califica como luminosa. Se trata de la luz de la conciencia, la propiedad de sentir y mostrarse de la vida misma.