Uno de los agentes de la extraordinaria película argentina El secreto de sus ojos (Campanella, 2009) propone una original y fructífera idea que lleva al arresto del sospechoso en fuga: un sujeto puede cambiar de nombre, de profesión, de domicilio, de apariencia o de religión, pero no puede cambiar de pasión. Y así, al averiguar por unas cartas que la pasión del asesino es un club de futbol, los agentes efectivamente dan con él durante un partido clásico en la porra del equipo y logran arrestarlo. Esta sugerente noción cinematográfica implica una hipótesis relacionada a la psicología del yo y a la personalidad: ¿hay rasgos o tendencias de la mente y la conducta que son variables y otros que son recalcitrantes y no susceptibles de cambio?
La idea de que la personalidad no es una estructura rígida sino mudable en diferentes grados y atributos fue propuesta por varios pensadores del pasado. El psiquiatra y psicoanalista Carl Gustav Jung estipuló que las personas pueden emprender y experimentar cambios profundos en un camino de individuación. Concibió este término para designar una restauración psicológica que puede entrañar crisis intensas pero potencialmente creativas en la persona y argumentó sobre una revovación o transformación que constituye un “renacimiento” del individuo. La idea de renacimiento ha sido explotada por la literatura reciente de autoayuda, aunque ésta se refiere a cómo reemprender el camino en situaciones de pérdida o fracaso y se limita a dar consejos y orientaciones al respecto. El proceso de transformación propuesto por Jung acontece porque la persona está insatisfecha consigo misma y con la manera que lidia con la realidad. Entonces, al buscar formas de remediar su situación y cuestionar sus idiosincrasias, motivaciones y objetivos, suelen ocurrir crisis de identidad en la persona que, si se sondean y utilizan, la van encaminando por el camino de la individuación. Jung adoptó a veces el término teológico de metanoia para denotar el cambio progresivo de orientación vital en los individuos y consideró este trayecto como un volverse hacia sí mismo, como una reconquista o retorno hacia la esencia original y la ruptura con el anterior modo de vida.
Ahora bien, al tratar sobre el tema del renacimiento personal, el pensador francés Michel Foucault consideró que permanece un problema: el de si el yo al que se retorna en la conversión es algo que ya está previamente dado y latente, o bien es una meta que la persona se propone para luego intentar alcanzarla. Foucault favorece claramente esta última opción: la actitud de tomarse a sí mismo como objeto y reinventarse, pero sin el propósito de buscar o encontrar un yo oculto o auténtico. Pone como un ejemplo de esto al dandismo, la adopción de conductas, apariencias, ideologías y discursos propia de la modernidad decimonónica en las urbes occidentales, una conversión que, según argumenta, va más allá de la superficie para efectivamente reelaborar la personalidad. Un prototipo de dandy finisecular es sin duda el genial escritor irlandés Oscar Wilde, quien llevó a extremos inéditos la actitud del caballero culto, refinado y mordaz, de modo que la idea del yo que se inventa a sí mismo uniendo arte y vida constituiría una forma de esperanza y de resistencia. ¿Que quedó de Oscar Wilde habiendo perdido mujer, hijos, fama, honor, posición, libertad y riqueza luego de ser condenado por sodomita? Los relatos de su prematuro final sugieren una porfía entre el colapso y la redención.
La idea rectora de Jung es, en cambio, la primera. En el proceso de inviduación que propone, las personas no transforman su yo o su ego, sino que, mediante un arduo y muchas veces doloroso proceso de descubrimiento, llegan a comprender y aprovechar su particular identidad. La individuación sería una forma de reconstrucción de la persona tomando el término en el sentido de su etimología griega, es decir, como una máscara. La persona sería el reflejo de su ego, de su yo asumido, una careta que va cayendo conforme el sujeto descubre su individualidad única e irrepetible. La noción junguiana parece estar más próxima a la conversión espiritual porque tiene que ver con un proceso de transformación, una posibilidad que las personas rechazan porque constituye una amenaza a la identidad aceptada y asumida de sí mismas.
Estas nociones de transformación o conversión personal señalan posibilidades en cierta medida divergentes. Una sería la adopción deliberada de una máscara en el sentido de asumir un personaje y con ello de adoptar ciertas conductas, apariencias e ideologías, tal y como lo analizó el sociólogo Bordieu en su concepto de habitus y fue ejemplificado por Foucault con el dandy. La otra metamorfosis sería la conversión dictada por el descubrimiento durante un proceso personal de indagación y búsqueda usualmente catalizado por experiencias trascendentales o encuentros decisivos que imponen una mentalidad inesperada y novedosa en el sujeto. Los mitos centrales de diversas tradiciones abundan en escenas paradigmáticas donde el héroe se siente requerido, entre las cuales menciono tres ejemplos bien conocidos. Uno de ellos es la iluminación del príncipe Siddhartha Gautama al penetrar mediante una meditación decisiva la naturaleza del sufrimiento y su posible remedio, conocimiento que lo convirtió en el Buda, el compasivo, literalmente “el Despierto.” Está también el relato del Éxodo sobre el encuentro de Moisés en el Monte Horeb con una zarza ardiente como manifestación de la divinidad, cuya voz responde a la pregunta por su nombre con el contundente pero misterioso “yo soy el que soy,” una de las alocuciones más comentadas de la literatura bíblica. También está la conversión del fariseo Paulo de Tarso en el camino a Damasco que, de un feroz perseguidor del cristianismo lo transformó en San Pablo, el apóstol de los gentiles y la figura determinante de la propagación de esta misma doctrina.
El gran mito mesoamericano de Quetzalcóatl evoca una tranformación precipitada por el descubrimiento de Topiltzin Ce-Ácatl, el rey de Tula, de que, bajo la apariencia de pureza, virtud y ascesis, simbolizada por el águila, se escondía una denegada realidad de falla, transgresión y caducidad, simbolizada por la serpiente. Esta revelación llevó al héroe del mito a enfrentar y asumir la carencia, la descomposición y la muerte. Esta amalgama de lo sublime y lo perecedero está magníficamente figurada en la Serpiente Emplumada (quetzal = pluma; coatl = serpiente) y en su totalidad el mito recuerda no sólo las facetas creativas y destructivas del ser humano y de su especie, sino también la posibilidad de transformación mediada por el descubrimiento y la aceptación de esta dualidad.
William James explicaba la conversión religiosa como resultado de una incubación de creencias, ideas y emociones que en ciertas circunstancias emergen a la conciencia impulsadas por la tendencia humana a reemplazar los factores negativos de la personalidad por una disposición más firme y satisfactoria. Por su parte, el pensador jesuita Bernard Lonergan considera que la conversión religiosa implica un cambio de perspectivas posibilitado por una corrección de opciones y regulaciones previamente asumidas. El cambio se opera en varios procesos de la cognición: el cambio intelectual implica la modificación en la ideología y la cosmovisión, el cambio moral implica una mudanza en los valores y el cambio volicional implica una renovación en las actitudes, motivaciones o decisiones. Este último sería el más central y profundo, pues está marcado por una mayor libertad de elección y de acción, con lo cual se abre camino a desarrollos cognitivos y afectivos que desembocan en comportamientos beneficiosos para uno mismo y los demás.
Ahora bien, el fenómeno de la conversión puede revestir aspectos negativos muy lejanos a estos casos, en particular aquellos que desembocan en fanatismo. Destacan las sectas religiosas o grupos terroristas que mediante formas efectivas de proselitismo atraen a ciertas personas y promueven en ellas cambios profundos de actitudes, conductas y personalidad que se califican desde hace tiempo como “lavado de cerebro,” tema que hemos revisado hace poco.
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