Al final del largo pasaje que hemos realizado en esta columna por la autoconciencia y los ámbitos del yo importa reafirmar que las instancias de auto-representación, auto-reflexión o auto-referencia, así como sus múltiples manifestaciones y funciones no se conciben adecuadamente por sí solas, pues tienen un referente y receptáculo ostensible: el individuo humano, la persona singular. Esto quiere decir que el referente del prefijo auto de esas palabras en castellano o del prefijo o del sustantivo self en inglés es la persona que aloja y ejecuta esos servomecanismos.
Retomemos en dos voces clásicas el origen de la palabra persona. La primera es el término griego prósopon que se refería a la máscara usada por los actores de teatro para caracterizar a los personajes y la segunda es persona o personare en que en latín significa “sonar la voz” a través de la máscara escénica. En ambos casos la palabra persona evoca los hábitos y las expresiones que asumen los seres humanos para actuar en público, algo claramente ligado al concepto de personaje. El sentido inicial de máscara y personaje fue evolucionando a la representación que alguien ejerce: un sujeto responsable de sus actos. Carrón de la Torre (2010) ha recapitulado el recorrido de estas palabras y extraigo a continuación sus etapas más salientes. El filósofo y poeta latino Boecio profundizó en el siglo VI en el tema al proponer que la palabra persona implica un tipo de sustancia que existe por derecho propio, es decir, que es incomunicable o intransferible, de tal manera que la nota distintiva de la persona es la propiedad de sí misma. Mucho más tarde, en el barroco europeo, Leibniz propuso que el vocablo persona implica a un ser pensante e inteligente, capaz de razonar y reflexionar, que se considera a sí mismo como la misma cosa que piensa y siente sus acciones en diferentes lugares y tiempos. Kant subrayó la autonomía dada por la razón humana frente al determinismo que obra en el resto de la naturaleza, y varios pensadores reafirmaron la libertad de acción como el rasgo más característico de la persona, una capacidad necesariamente basada en la conciencia de sí misma. De esta manera se fue alcanzando el concepto de persona como un individuo humano dotado de conciencia de sí y que posee las condiciones y capacidades para conocerse y reconocerse. Ahora bien, esta definición entraña o genera dificultades, como la que nos ha ocupado en este libro: ¿qué factores o mecanismos de la persona facultan su autoconciencia?
Hemos revisado y propuesto que múltiples capacidades y funciones participan en la integración de la autoconciencia humana. Vimos que es posible y necesario ofrecer descripciones biológicas de lo que constituye una persona en tanto cuerpo físico, mecanismo funcional y expresión conductual. Revisamos también el papel que juegan las circunstancias ambientales, el aprendizaje, la memoria, la introspección y el condicionamiento social que en conjunto facultan la identidad, la otredad y la capacidad ética. Si bien estos elementos son absolutamente necesarios y deben ser aplicados en la caracterización de la persona, dos hechos parecen centrales para definirla: el que sea consciente de su propia existencia y el que pueda asumir el control de su vida para conducirse hacia ciertos fines, dentro de los límites impuestos por las circunstancias. De esta manera, en la naturaleza de la persona se destaca como elemento central el esfuerzo en utilizar o modificar las cosas y las circunstancias de su mundo y de su propio ser.
En el último estudio realizado por Darwin (1888) sobre las lombrices de su propio jardín, les asignó alguna forma de intención porque modifican su producción de estructuras de humus de acuerdo con las circunstancias, lo cual plantea la cuestión evolutiva de en qué momento de la evolución o del desarrollo se puede definir a la persona. Aún si concedemos o afirmamos que diversas especies animales poseen mecanismos para modificar su ambiente y conseguir ciertos fines adaptativos, nuestro cometido ha consistido en definir los elementos de esta operación en la persona humana. En este sentido se ha afirmado que la energía que hace posible estas operaciones sobre el mundo utiliza una operación cognitiva específica: la dirección de la atención (Csikszentmihalyi y Rochberg-Halton, 1981). Al dirigir la atención y la acción por ciertos cauces, la persona no sólo está buscando determinados efectos y objetivos, sino que está esculpiendo o definiendo su propio ser. Definamos esto mismo de forma inversa: la consecución de un objetivo mediante esfuerzo se fortalece y mejora por medio de una retroalimentación positiva y esto permite el crecimiento personal. Es decir: la pauta o el proceso pautado que constituye el self o el yo de una persona está determinada por los objetivos conscientes que pretende obtener, lo cual implica la dirección de sus actividades cognitivas de intención, atención y conducta para lograrlos.
Para definir el conjunto de actividades propositivas de las personas y obtener determinados objetivos, Csikszentmihalyi y Rochberg-Halton (1981) proponen el verbo cultivar, la voz que da lugar a la palabra cultura. Esta asociación etimológica tiene un claro sentido pues, como complemento de la energía que define el esfuerzo de una persona individual, el empeño acompañado o colectivo hacia ciertos fines cristaliza en las costumbres, ritos, creencias, fabricaciones o instituciones que constituyen una cultura. Se establece entonces una relación mutua y complementaria entre las conciencias personales y las instituciones colectivas que se instaura durante el desarrollo de cada persona mediante una confrontación dialéctica. Estos autores agregan que la identidad individual depende en gran medida de la posibilidad de colocar libremente la energía personal en procesos direccionales y ajustados de decisión-intención-atención-acción. Un individuo no puede realizarse adecuadamente como persona si no puede cultivar sus objetivos y con ello darle forma a su existencia. Esto acontece porque la posibilidad de invertir su energía vital de manera libre y autodeterminada es requisito indispensable para adquirir y ejercer autocontrol. Sin embargo, los obstáculos en esta tarea son múltiples y en muchas ocasiones formidables y van desde alteraciones psicopatológicas hasta sistemas sociopolíticos represivos. El conflicto de intenciones e intereses entre personas es particularmente relevante, por lo que parece necesario ir más allá de los objetivos individuales para definir debidamente a la persona.
Para funcionar y expresarse adecuadamente, la energía vital de los individuos debe tener una estructuración social y ambiental congruente en el sentido de cultivar intereses, ideales y valores en común. Esto implica para cada miembro de una comunidad la restructuración de sus intenciones y acciones en armonía con las de los otros miembros. No se trata necesariamente de cultivar los mismos objetivos y metas, sino de utilizar las propias capacidades diferenciales para complementar las de los demás. Más que una homogeneidad de acciones, la pluralidad concertada es la condición armónica más eficiente de la comunidad, de tal manera que la conciencia comunitaria es uno de los objetivos más ambiciosos al que puede aspirar la especie humana, pero también un objetivo indispensable para subsistir.
Esto lleva a un planteamiento ideal, acaso utópico: una persona desarrollada será capaz de llevar a efecto sus propios objetivos, realizar metas comunales y respetar las leyes naturales estableciendo una autoconciencia conciliadora y coherente de estirpe bioética. La crisis ambiental, económica y social de los últimos tiempos ha hecho posible avizorar la posibilidad de invertir la energía vital de manera más coherente o armónica en los niveles individual, colectivo y del medio ambiente, pero también ha revelado el enorme reto de la tarea y la situación de encrucijada en la que nos encontramos como especie planetaria.
Que gusto estar analizando sus análisis y síntesis Dr Díaz!
Espero poder hacer más comentarios antes de que concluya esta enorme rica serie de sus disertaciones. Y sobre todo ya que concluya.