En estos días se estrenó la excelente película Argentina 1985 que relata la lucha del fiscal Julio Strassera, ayudado por su adjunto Luis Moreno Ocampo y un grupo de jóvenes abogados inexpertos pero voluntariosos, para encausar a los dirigentes de la Junta Militar argentina que secuestró, torturó y asesinó a 30,000 argentinos entre 1976 y 1983. Ese juicio fue un hito histórico. Por primera y única vez en la historia universal, un tribunal civil enjuició a los miembros de una dictadura por los crímenes cometidos durante su mandato.
El único antecedente remoto que existía hasta entonces era el de los famosos juicios de Nuremberg organizados por los aliados contra los gerifaltes nazis que habían sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial y que no lograron huir. Ni los mandamases de la España franquista, ni los salazaristas en Portugal sufrieron castigo alguno por sus crímenes contrala humanidad. Pinochet, por su parte, logró burlar la acción de la justicia con la ayuda de su amiga Margaret Thatcher y de los gobiernos británico y español muy a disgusto con la idea de juzgar a un dictador. En los países del telón de acero sólo Ceaucescu pagó las consecuencias de su obcecación por mantenerse en el poder y el baño de sangre que propició en sus últimos días. En cualquier caso, su juicio sumarísimo fue más parecido a un linchamiento que a un juicio imparcial, independientemente de que mereciera su castigo. Por supuesto, Mao y Stalin nunca tuvieron que rendir cuentas de las decenas de millones de personas asesinadas bajo su tutela y, cuando se hablaba de la posibilidad de juzgar a Pol Pot, responsable de la muerte en campos de concentración del 40% de la población de Camboya, éste se evadió. No es sino hasta finales de la década de los noventa que surgirá el Tribunal Penal Internacional para juzgar a sátrapas de toda ideología, credo y nación.
Volviendo al caso argentino, la actuación de la justicia se vio entorpecida por la ley de punto final, promulgada por Alfonsín, que establecía un periodo de 60 días a partir de la promulgación de la ley para presentar denuncias contra los torturadores y asesinos del régimen militar. Para rematar el desastre, el siguiente presidente argentino, Saúl Menem; niño consentido de todos los organismos financieros internacionales y medios de comunicación conservadores (como también ocurrió con Salinas de Gortari), indultó a los militares sentenciados. Posteriormente la ley fue anulada y se pudo volver a juzgar a los torturadores.
Todo aquel movimiento que busca hacerse con el poder por la fuerza y establecer una dictadura debe ser juzgado con severidad. Excusas para justificar el amotinamiento siempre las hay; “salvar a la Patria”, “establecer la justicia social” etc. Casos como el de Portugal, en el que un puñado de capitanes se amotinaron para cambiar el país y convertirlo en una nación democrática, al tiempo que concedían de forma caótica la independencia a Angola, brillan por ser la excepción que confirma la regla. Dentro de estas categorías de alzados deseosos del poder, los peores son, desde mi punto de vista, los militares que dan un golpe de Estado. Las guerrillas y los terroristas que buscan sustituir un gobierno electo democráticamente e implantar un régimen totalitario también son despreciables y si reciben ayuda militar, hombres o asesores extranjeros para su fin se les puede juzgar como traidores a la patria y condenar a muerte. Sin embargo, en principio estos grupos parten de 0 y deben buscar métodos de financiamiento, bases de entrenamiento clandestinas, reclutar personas, etc… En cambio los caudillos militares que se levantan contra un Gobierno democrático se encuentran en una posición totalmente diferente. Emplean el inmenso poder que les da el Estado para defenderlo y lo utilizan para agredir al propio Estado. Y da igual, como dice un amigo venezolano, que las botas sean de izquierda o derecha, el pueblo siempre paga las consecuencias y todo suele terminar en un baño de sangre como ocurrió en Latinoamérica en las décadas de los sesenta, setenta y ochenta.
Por ello creo que una condena de cárcel no es suficiente en el caso de los caudillos militares que encabezan estas asonadas. En estos tiempos de sacro santa corrección política es difícil defender la pena de muerte. No obstante, creo que es la única forma de hacer dudar a aquellos que desean subvertir el orden jurídico en aras de su propio beneficio. Los líderes de estas conspiraciones deben saber que sus actos conllevan consecuencias irrevocables. Existe, no obstante, una razón por la cual se pueda dudar en la ejecución de la pena máxima a un general faccioso y está relacionada con la real política. Por ejemplo, los militares argentinos realizaron hasta en cuatro ocasiones alzamientos bajo los gobiernos de Alfonsín y Menem. Sus intentonas fracasaron, pero influyeron en la creación de las leyes de punto final y en los indultos a los asesinos. Por otra parte, si un golpista no es condenado a la pena máxima se le está alentando a volver a intentarlo. Existen numerosos ejemplos a lo largo del tiempo. En materia de historia los quizá no existen, pero es inevitable pensar qué habría ocurrido si los venezolanos hubiesen fusilado a Hugo Chávez en 1992 en lugar de encarcelarlo para luego sobreseer su caso en 1994. Las desventuras del pueblo venezolano en el siglo XXI son de todos conocidos.