Lo tomé en una mano y, la verdad, lo iba a echar a la pila del descarte. Hace semanas que estoy en esto, es decir: selección. Juntar bibliotecas no es cosa fácil: hace falta paciencia, fuerza y rigor para hacer la curaduría. Cada mudanza tiene su quid. La mía implicó encontrarme con la opera omnia de mi ex y con muchos, muchos libros de mi difunto padre. Pasé por todos los estados: sólido, frente a la idea de mi presente; líquido, ante el pensamiento de lo que he dejado ir entre los dedos; gaseoso, cuando vi el libro de mi papá, editado por el ex y por mí y prologado por su segura servidora. Ante la foto de la portada, en la plenitud y el misterio de mis veintitantos, tuve a bien poner el ejemplar junto a una fotito de mí a mis ocho. Apareció como un testimonio de mi antiguo pelo lacio y rebelde: la misma expresión desdeñosa que labré en mi faz desde los cinco o seis, como mecanismo de defensa. Irónicamente, el libro de mi papá se llama El proceso. De pronto tuve una imagen de mi proceso.
Pero me ando perdiendo. El hecho es que, acto seguido, me vi con el libro de Giovanni Papini, subrayado por mi papá, entre mis manitas. Una edición cutre: tanto, que me hizo dudar en conservarla. Una “Sepan cuantos…” cualquiera, que acariciaba empolvada con las manos ya sucias de polvo de otros libros –eterna contaminación–. Me veía como burlándose de mí cuando la saqué de la caja. Ya tenía varios ejemplares que me hacían pensar en mi herencia (¿genética?): Papini, Maquiavelo, Beccaria eran reiterativos en el frente de mi difunto padre. Desde el mío, Bataillon, Baudrillard y Gadamer sacaron la espada especialista y la blandieron contra la generalidad de aquél. Exactamente como cuando discutíamos Baz y yo. Conservar o regalar… he ahí el dilema. No cabe todo, pese a que ahora hay mucho más espacio. No quiero todo ya.
Justamente ese pensamiento me hizo retener la cucha edición de Papini. Acababa de sacar y acomodar Gog. De pronto, la Historia de Cristo sonó su campana y, en automático, eché el volumen a la torre de los libros menos importantes. La zozobra del ejemplar no duró ni seis minutos: me vino a la mente Tomás de Kempis, un personaje a quien nadie debe conocer, pero escribió una de las obras más editadas en la historia del catolicismo. Se trata de una obra catalogada como contemptus mundi, es decir, un libro que se inscribe en la tradición del desprecio por las cosas del mundo. Se llama La imitación de Cristo y se publicó en 1418. Por su parte, la Historia de Papini vio la luz en 1921, hace cien años. La una y la otra tienen enormes diferencias en virtud de sus contextos de producción; ambas, no obstante, tienen a Cristo como eje y son resultado de las disquisiciones de dos creyentes. Leí y releí a Kempis, pero a Papini siempre lo tuve en un extraño y relegado anaquel: el del descrédito, quizá por ser de la preferencia de mi padre. Antes de colocar el libro en su lugar (claro, se quedó), lo abrí a la altura de las marcas que él dejó. Leí: “Porque el hijo lo espera todo del padre, y mientras es pequeño sólo tiene fe en el padre y únicamente está seguro junto al padre. El padre sabe que debe vivir para él, sufrir por él, trabajar para él. El padre es como un dios terrestre para el hijo, y el hijo es casi un dios para el padre”. Cerré el libro de inmediato. Tengo la extraña impresión de que mi papá subrayó eso para que yo lo viera en este momento. Y Papini ganó la partida.