Hace unos días, cumplí mis 50 años rodeado de algunos de mis mejores amigos. Me llevaron mariachis al restaurante libanés en el que celebramos mi medio siglo y lo pasamos muy bien. Ahí les comenté que cuando era pequeño, para mí, los 50 eran el principio del fin, pero también la edad en la que ya se había adquirido la sabiduría. Lo que sí estuvo a punto de ocurrir fue lo del final, pero vayamos por partes.
Quienes me conocen saben que combino mis quehaceres intelectuales con un trabajo en una empresa de decoración de espacios interiores; más concretamente diseño y construcción de stands en recintos feriales. Es decir, tengo una doble vida como todos. En esta empresa desempeño labores de comercial y me encargo de gestiones logísticas. Sin embargo, cuando la carga de trabajo es elevada participo en los trabajos de construcción, haciendo labores de supervisión e incluso a veces hecho una mano. Pues bien, hace unos días me tocó llevar una máquina genie desde el pabellón 4 del IFEMA al 8 (aproximadamente medio kilómetro).
El mayor problema consistía en que la máquina en cuestión pesa unos 700 kilos, pero no había ninguna prisa, por lo que podía realizar la tarea de la forma más segura. Inicié mi recorrido y decidí ir por fuera de los pabellones, ya que era el camino más recto. No obstante, este itinerario tenía un problema añadido, las calles exteriores no son lo más lisas posible y, peor aún, cada puerta de salida tiene un carril hundido que debe ser rellenado con maderas o cualquier elemento para alisar el terreno y permitir el paso de toda herramienta móvil. Además, hay que señalar que, pese a medir dos metros de altura, la máquina elevadora reposa sobre unas ruedas pequeñas y no muy estables.
Conseguí, a duras penas, sacar la carga y llegué a la puerta del pabellón 6. Tras alisar la hendidura, empujé el armatoste pero me di cuenta de que el paso sería muy azaroso y que por esta vía lo más probable es que el armatoste azotara contra el suelo. Decidí pasarme a la parte delantera para realizar la operación a base de pequeños y calculados tirones. Nada más hacer el primer jalón, sentí como la genie se me echaba encima. Para colmo de males, inconsciente de mí, no llevaba el obligatorio casco de protección y mi única defensa era un endeble gorro para el frío. Afortunadamente, la máquina apenas rozó mi frente y me dejó un arañazo que ya desapareció.
También, por fortuna, tuve una rápida reacción que me permitió poner las manos y amortiguar la velocidad de caída del objeto. No obstante, mi hombro quedó apresado. Fue ahí que ocurrió el milagro. No sé si fue la adrenalina o qué, pero conseguí aguantar la mole durante unos cinco segundos que para mí fueron como cinco años. En ese tiempo movía mi cuerpo a fin de liberar el hombro derecho y cuando lo sentí libre, me aparté dando un brinco hacia atrás para ver como la máquina caía frente a mí haciendo un gran estruendo. Necesité de la ayuda de 4 personas para ponerla en pie. Aparte del arañazo me quedó un ligero dolor a la altura de las costillas que aún me molesta cuando realizo movimientos bruscos o corro. Afortunadamente, ese dolor también está aminorando con el paso de los días.
Entonces me vino la sensatez. Ya no me quité el casco durante todo el montaje y llevé la genie por la vía larga y segura. Debo confesar que en ese momento no fui consciente del gran peligro por el que había pasado y de hecho continué mi trabajo sin darle más vueltas al asunto. Me habría podido romper una pierna, quedar lisiado de por vida o simplemente morir. Con el paso de los días, la reflexión y los comentarios de mis compañeros me han permitido evaluar desde otra perspectiva ese trance. En este momento que escribo este artículo, puedo decirles que definitivamente valoro el tener esta oportunidad de contarles lo acaecido.
No creo en una intervención de la providencia o su contrario, ya que mi abuela solía decir “el diablo los cuida de pequeños para llevárselos de mayores”. Creo que tuve mucha suerte y nada más. Esta mañana en el post de una antigua amiga del Liceo Franco Mexicano, debemos de dejar de pensar en el pasado como una época idílica y en el futuro como una vida gloriosa en la que todos nuestros deseos serán satisfechos; luchar ahora por nuestra felicidad y atender a nuestros seres queridos. Entiendo que no se trata únicamente de una cuestión de voluntad, pero desde luego un espíritu optimista ayuda a afrontar los avatares de la vida cotidiana. Créanme, la mayor parte de mi juventud he seguido un credo existencialista del tipo “la vida es absurda, no hay esperanza etc…” y no me aportó mucha felicidad que digamos. Resumiendo, no estoy al final del camino y mi accidente demuestra también que no soy muy sabio, aunque intento mejorar en ese punto cada día.
El renacer del fénix!!!