¿Qué es volar hoy en día? Ir a un centro infernal llamado aeropuerto con varias horas de adelanto, para hacer unas cuantas colas, compras e ingerir alimentos. Entre medias, el paseante tendrá que hacer un amago de striptease –aunque muy pudoroso–, ya que la única parte del cuerpo que podrían llegar a verse desnudos serían los pies. Otra cosa muy distinta es que las autoridades te lleven al cuartito oscuro. Entonces sí ponte a rezar… Allá cada uno con sus fetichismos.
Faltando media hora para que empiece el abordaje se empieza a respirar la tensión en el ambiente. Después de que un pasajero se acerque aunque sea a pedir la hora, una cola se formará a sus espaldas. Volar hace un par de años ya era un coñazo, pero ahora con las medidas antiCOVID, se ha vuelto un infiernito.
Desde el momento en que se entra en el aeropuerto y hasta el momento en que se llegue a destino, el pasajero deberá portar en todo momento su mascarilla. Eventualmente puede quitársela en el baño, so riesgo de contraer la enfermedad. Hacerlo en público lo convierte a uno en candidato automático para ser linchado, pero eso sí, por mucho miedo que se tenga a la enfermedad, la ansiedad envalentona a los pasajeros que no dudan en pegarse los unos a los otros, saltándose toda distancia de seguridad, como si de esta manera fueran a llegar más rápido a sus asientos. Por si fuera poco, durante el vuelo observé a varios pasajeros con la mascarilla sí, pero con la nariz al aire libre y sin que le preocupara a ningún pasajero vecino o a las propias azafatas.
Ciertamente los tiempos han cambiado de la época en que mi abuela –y 25 millones de ciudadanos– recorrían la faz de la tierra a nuestros días. En aquella época, el simple hecho de mencionar el viaje en avión despertaba la envidia de los menos afortunados.
Según mi abuela, morir en un accidente aéreo tenía grandes ventajas: quien volaba en aquella época llevaba su mejor traje sastre, es decir, se moría entre gente decente y perfectamente arreglada para la ocasión. Por supuesto, las maletas se facturaban todas gratuitamente, ya que sólo los nacos entraban en el avión y se ponían a hacer ejercicios de fuerza y contorsión para colocar las maletas. Hay que reconocerles a los que no facturaban, no obstante, que debían y deben de ser especialmente devotos, pues pese al gran peso izado (algunos se ponen colorados del esfuerzo) no dudaban en colocarse debajo de sus maletas. Como si el compartimiento no pudiese ceder por el excesivo peso. Eso sin contar en los evidentes riesgos para el resto de los pasajeros.

Otra de las molestias de volar incluso en un vuelo diurno Madrid-Ciudad de México es que, en un momento dado, los pasajeros deciden dormirse una siesta y no vuelven a levantar la persiana hasta casi llegar a destino. Para alguien como yo que no duerme nunca en los aviones (coincido con Javier Marías cuando dice que los noctámbulos deberíamos ser aplaudidos al final del vuelo, ya que con nuestra vigilia le mandamos buena vibra al capitán para que no se duerma y poder llegar así a destino) leer con el remedo de luz que ofrece la aerolínea o escribir e incluso ver las películas resulta muy desagradable. Pero ni modo, la mayoría impone sus deseos. Mi hermano suele ponerse en la ventanilla y actúa en plan dictador ya que no permite que se baje la persiana, pese a la voluntad popular.
Por último, hay que tener presente que el peligro siempre acecha en los vuelos y que, ante cualquier problema difícilmente se recibirá una explicación. Mi peor aterrizaje ocurrió en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas en 2009. El avión llegó a gran velocidad a la pista y literalmente rebotó. Tras depositarse una segunda vez el capitán consiguió con mucho esfuerzo dominar la nave y llevarnos a la terminal. La única explicación que recibimos en esa ocasión fueron las palabras entrecortadas de la azafata que no podía controlar su risa nerviosa: “¡Ja, ja, ja!, esto no es normal”.
En otra ocasión, cuando me dirigía a Beijing desde Shanghái y cuando ya casi llevábamos una hora de vuelo, vi con asombro que el avión “por unos ligeros problemas técnicos” daba media vuelta para volver al aeropuerto de destino. Les aseguro, mis queridos lectores, que en esa ocasión ya ni ganas tuve de discutir. Lo único que quería era que el avión aterrizase sano y salvo. Cuando finalmente esto ocurrió y pasamos a la sala de espera donde ya habíamos estado un par de horas atrás, algunos exaltados pidieron explicaciones y hubo gritos y sombrerazos en chino que no comprendí –pese a haber estudiado unos meses la lengua–, para finalmente volver a abordar el mismo avión supuestamente arreglado.
Mi hermano (el mismo que fastidia a los demás pasajeros desde la ventanilla) me contó que cuando viajó a Japón, la aerolínea le perdió las maletas; al bajar del avión una azafata se le acercó y le explicó el incidente al tiempo que le decía varias veces Yasata, yasata que viene a significar más o menos “mil disculpas”. Yo creo que, aunque no resuelva el problema, esa es la forma de afrontar la situación y no desde el secretismo más absoluto.
¿Ustedes qué piensan?