Ann Olga Koloski-Ostrow es una antropóloga de la Universidad de Brandeis de Massachusetts a quien entre bromas y veras sus colegas llaman “la reina de las letrinas”.
Tan extravagante mote en nada demerita la estatura académica de esta investigadora. Más bien alude juguetonamente al campo de trabajo que ha elegido: las antiguas alcantarillas romanas.
“Hay mucho que se puede descubrir sobre una cultura cuando se observa cómo administraban sus inodoros”, le dijo Koloski-Ostrow a la periodista Lina Zeldovich, autora de La arqueología del saneamiento en la Italia romana: baños, alcantarillas y sistemas de agua, en donde examina uno de los rituales más íntimos desde que los seres humanos se congregaron en la polis y que por decoro no detallaré aquí.
En el número de noviembre 2021 del Smithsonian Magazine, Zeldovich narra cómo durante una visita a Éfeso quedó intrigada por el singular aspecto de una antigua edificación.
“Entré en un espacio abierto drásticamente diferente de todo lo que había visto antes. Delante de mí había un banco largo de mármol blanco con una hilera de agujeros en forma de asientos de inodoro modernos: un baño romano.
Pero los orificios estaban tan cerca unos de otros que me quedé preguntándome cómo los usaba la gente […] No había divisores de ningún tipo en el medio”.
Esto la hizo reflexionar acerca del sentido de las inhibiciones en esa era, pero también sobre las características del recinto y las costumbres de sus usuarios.
“¿La habitación tenía techo, puertas y ventanas? ¿Los asientos de piedra eran calientes en verano y fríos en invierno? ¿Hablaban las personas que iban al baño? ¿Se daban la mano después de limpiarse? ¿Y con qué se limpiaban, dado que el papel higiénico es un desarrollo bastante reciente? ¿Era un baño de hombres o de mujeres?”.
Debido a que el Imperio romano duró 2,000 años y se extendió desde África hasta las Islas Británicas, las actitudes de los baños romanos variaron geográficamente y con el tiempo.
Sin embargo, en términos generales, los romanos tenían menos inhibiciones que la gente de hoy. La pasaban razonablemente contentos sentados en espacios reducidos. Después de todo, los asientos del teatro romano también estaban muy pegados, unos 30 centímetros entre uno y otro.
Los usuarios se limpiaban con esponjas de mar atadas a un palo. Una canaleta suministraba agua corriente limpia para mojar las esponjas. Esta herramienta suave y delicada se llamaba tersorium, que literalmente significaba ‘una cosa para limpiar’.
“Los baños públicos romanos eran todo menos elegantes. Tenían techos bajos y ventanas diminutas que dejaban entrar poca luz. El suelo y los asientos a menudo estaban sucios. El aire apestaba”.
Zeldovich nos informa que las clases altas generalmente no ponían un pie en estos lugares. Se construyeron para los pobres y los esclavos, pero no porque los fifís se apiadaran de las clases bajas, sino para no tener que caminar por las calles con excrementos hasta las rodillas.
Como cualquier otra civilización que optó por urbanizarse, dice, los romanos se enfrentaron a un problema: ¿qué hacer con todos esos residuos? La élite romana veía los baños públicos como un instrumento que eliminaba la inmundicia de los plebeyos de su noble vista.
Tampoco se construyeron los baños públicos para acomodar a las mujeres. En el siglo II, “se levantaron letrinas públicas en las áreas de la ciudad donde los hombres tenían negocios que hacer”, informa Koloski-Ostrow.
“Tal vez alguna esclava camino del mercado se aventuraría a entrar, por necesidad, aunque temería ser asaltada o violada. Pero una mujer romana de élite ni muerta”. Los ricos tenían sus letrinas sobre pozas sépticas.
Las famosas cloacas romanas fueron otra historia. En el apogeo de su poder, con cerca de un millón de habitantes, en Roma se tenía que disponer de unas 500 toneladas de desechos humanos. Para sacar esa cantidad de excrementos de la ciudad a diario, se necesita un sistema verdaderamente masivo.
Los romanos hicieron todo a gran escala, incluida la eliminación de la suciedad. Para mantener limpios sus “establos de Augías”, construyendo la alcantarilla más grande, o Cloaca Massima, así nombrada por la diosa Cloacina, la limpiadora.
Tal cloaca movía millones de litros de agua todos los días. El geógrafo e historiador griego Estrabón escribió que las alcantarillas de Roma eran tan anchas que cómodamente pasaban por ellas carretas y en su cauce fluían ríos.
La cloaca drenaba el exceso de agua de la ciudad, de los pantanos y valles fluviales circundantes, evitando inundaciones. Plinio el Viejo escribió que cuando los ríos que rodean Roma se desbordaban con una fuerza implacable, las alcantarillas resistían y llevaban las corrientes hacia el Tíber.
La Cloaca Massima resolvió los problemas de eliminación de aguas residuales de Roma, pero no resolvió los problemas de salud de la ciudad. Sacó la suciedad de la ciudad y la arrojó al Tíber, contaminando la misma agua de la que dependían algunos ciudadanos para el riego, el baño y la bebida.
Y así, aunque los romanos ya no tenían que ver ni oler sus excrementos, no lograron eliminar su naturaleza peligrosa. Durante los siguientes siglos, a medida que la humanidad se concentraba en las ciudades, se vería envuelta en una amarga batalla con sus propios desperdicios.
Con su libro, Lina Zeldovich nos recuerda que en ciencias sociales no hay estamentos ajenos al estudio y análisis y que hay una continuidad en los problemas que enfrentan las sociedades.
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