Siempre me había gustado viajar al campo; a casa de mi abuela, a los pies de una hermosa laguna al sur de la Ciudad de México. En aquel terreno, yo y mis hermanos podíamos hacer lo que nos diese la gana. Incluso irnos solos al pueblo a comprarnos unos chocorroles, refrescos o patatas fritas que era de lo poco que se podía conseguir ahí en Tequesquitengo. Sin embargo, mis hermanos eran mucho más mayores que yo, por lo que cuando crecieron y empezaron a ganar dinero decidieron pasar sus vacaciones en otras latitudes, especialmente en playas. Por eso con 13-14 años, me quedé como el único visitante que recibía mi abuela. Con ella aprendí lo poco que sé de ópera y algo más de historia universal e inglés. Había sido una mujer muy adelantada para su época y toda una sabia. Lo único que nos tenía prohibido era salir de noche. La carretera que circundaba la laguna apenas estaba iluminada y apenas había acera donde guarecerse de los coches que solían ir rápido, envalentonados por el escaso tráfico.
La parcela estaba dividida en dos partes. Arriba se encontraba la casa de mi abuela adonde nos acercábamos únicamente para comer u, ocasionalmente, ver la tele. A medio camino entre la casa y la laguna, se encontraba el bungalow. Para llegar a él había que recorrer un estrecho camino de cemento con parterres ajardinados de forma escalonada. El tercer tramo de escaleras conducía a un pequeño patio en cuyo centro se encontraba una inmensa ceiba (al menos así me parecía a mí) que arrojaba su bendita sombra por toda esa zona y durante todo el día. Especialmente refrescante resultaba ese patio en las calurosas jornadas de Mayo. Tras el árbol, se llegaba a una terraza con losetas rojas que gozaba de una privilegiada vista sobre el jardín y la laguna. Un pequeño cuarto servía para almacenar nuestro skies acuáticos, guantes de beisbol y raquetas de badminton. El resto de la terraza tenía unas cuantas tumbonas y un par de hamacas que, inevitablemente nos disputábamos siempre los menores. Encima de la terraza y sostenida por varias columnas se encontraba el bungalow propiamente dicho. Un espacio diminuto con dos habitaciones (uno a cada lado) y, en el centro el baño. A él se llegaba a través de unas escaleras de cemento que tenían por todo pasamanos una cuerda gruesa y podrida de la cual siempre tirábamos esperando que se rompiera. Sin embargo y por fortuna nunca se nos cumplió el deseo. Pese a la cercanía con la capital, Tequesquitengo en muchos aspectos se encontraba en medio de la nada. El teléfono más cercano estaba a dos kilómetros, en el locutorio de don Cata, y para hacer la compra había que desplazarse veinte kilómetros a Jojutla. Además toda la zona estaba plagada de animales ponzoñosos. Dicho sea de paso, ni a mí ni a mis hermanos se nos quitó jamás la mala costumbre de descalzarnos nada más llegar a casa de nuestra abuela. Por más que nuestros padres nos quisieran convencernos de que usáramos chanclas, incluso matando frente a nuestros ojos alguna serpiente muy venenosa, nunca cambiamos nuestro uso. Supongo que veíamos en esta desnudez una afirmación de nuestra libertad. Pero, como es sabido, la libertad tiene un precio. Lo menos que se podía esperar en estas circunstancias era que nos claváramos una espina y, de hecho, a mis cortos 10 años ya era todo un experto en quitármelas de la planta del pie oprimiendo con los dedos la parte cercana a la zona donde se había clavado la espina y, cuando esta asomaba por la presión, asirla con un rápido movimiento y sacarla. En otras ocasiones, me clavé pedazos de vidrio, pero fue mi hermana mayor la que nos hizo pensar que nada podía pasarnos llevando los pies descalzos. A la corta edad de 16 años ya había aprendido a conducir y no tenía ningún problema en apretar los pedales del automóvil con las plantas del pie. Por si fuera poco, en dos ocasiones, fue picada por un alacrán sin que le ocasionase la menor molestia el veneno.
“De tanto andar descalza se le ha hecho suela la planta del pie”, solía decir mi abuela.
Eso sí, cuando sufríamos un percance, teníamos por costumbre curarnos la herida por nuestra cuenta sin decir nada a nuestros padres para evitar el consiguiente regaño.
Durante el tiempo que acompañé a mi abuela, antes de que invitara a mis amigos a pasar los fines de semana, nadaba y esquiaba, mientras que al atardecer mi abuela y yo nos sentábamos en unas tumbonas para ver el atardecer y, horas después la noche estrellada. La tarde se pintaba de colores naranja rabioso y violeta sosegado, mientras que la noche era un lienzo oscuro salpicado de gotas blancas, como si un pintor hubiese tomado una brocha y la agitara cerca de la tela. Era el paraíso. De esta forma pasaba mis vacaciones estivales en este lugar. Hace 30 años que no piso esa tierra morelense. Sé que a laguna se ha llenado de actividades para turistas y que los árboles de la que fuera la casa de mi abuela desparecieron. Visto el cambio que ha sufrido en estas décadas, prefiero quedarme con mis recuerdos.
como todos los relatos de Lombera, fantástico!!! Es capaz de transportarte a lugar y al tiempo del relato y vivir las sensaciones que explica!!!!
Genial descripción del lago a de Tequesquitengo ayer y hoy.
Un lago magico, al igual que este relato
Muy elocuente narrativa que nos lleva a recordar otras épocas del hermoso lago