En días en que el bullicio ambiental y psíquico nos satura, tenemos una alternativa sencilla a mano que nos permite darle reposo a nuestros sentidos y neuronas: caminar. Pasear, vagar por las calles o la naturaleza constituye una posibilidad única de, indistintamente en silencio, diálogo interno o, mejor aún conversación con un compañero de viaje, buscar respuestas y dejarse llevar por el azar que una marcha al aire libre ofrece.
En mi caso, las caminatas me llevan siempre de regreso a mi padre. Con él, durante 47 años tuve el privilegio de deambular y recorrer el mundo. Desde los senderos del Barrio Universitario de Concepción a Zang Li Tung en Pekín, pasando por Miramar en La Habana, Eversagen en Rostock, La Castellana en Madrid, Colinas de Bello Monte en Caracas, los alrededores de Los Lleuques, Chillán arriba; New York, Berlín, Provo, San Francisco, Buenos Aires, Ciudad de México, París o Rabat. Juntos tuvimos paseos largos, paseos conversados, paseos silenciosos.
Recorrimos calles amigables, fraternas y otras ásperas y dolorosas. Anduvimos y dialogamos, discutimos, soñamos, peleados y reímos. Hablamos de literatura, sexo, política, física, de la muerte y de Dios.
Probablemente todos tenemos recuerdos asociados a caminatas y peregrinajes con amigos y seres queridos entrañables y otros en soledad, dolor o decepción. Sin embargo, puestos a escoger, en los duros tiempos de cuarentena que de una u otra manera vivimos en los últimos años, estoy seguro de que la mayoría de nosotros ha anhelado salir, ver a la gente pasar y dejarse llevar sin rumbo, con el paso contradictorio que da la libertad, sus bemoles, sus prisas y sus pausas, buscando siempre un lugar en el mundo al cual atar nuestros mejores momentos.
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