Cuando se inicia un proceso de cambio, una nueva relación, una mudanza laboral o personal, la primera meta que se plantea uno es hacerlo bien y que el costo no sea demasiado alto.
Pero ¿de qué se trata eso?, ¿de la forma o del fondo?, ¿del proceso o de la consecución de la meta? Indistintamente las respuestas son variadas, lo concreto es que en la noción de lo nuevo subyace también la idea de logro.
Para algunos la competencia es una forma de vida. Ganar, triunfar por sobre el otro, pero en particular sobre uno mismo; superar obstáculos, limitaciones, el dolor, el agotamiento, el miedo y la adversidad, hacen del camino y la llegada a la meta una experiencia irrepetible. Así también la frustración, la bronca, la desilusión y la tristeza que supone la pérdida o el incumplimiento de un objetivo se pueden transformar en una carga o en un condicionamiento muy difícil de cual desprenderse; aunque también es cuero que ellos pueden ser el combustible para volver a intentarlo una y otra vez hasta lograrlo o encontrarle un sentido mayor a la búsqueda de esa meta.
Los músicos, los empresarios, los artistas, los científicos, los inventores y los artistas conocen bien lo que es saberse quebrados, a la intemperie o abatidos por el desencanto que acarrean ensayos que fracasan, emprendimientos que no despegan, tonos y figuras que no se alcanzan o páginas y páginas en blanco que nunca se llenan ni con ideas ni palabras que tengan verdadero sentido.
Los cambios trascienden cuando se planifican, se construyen en forma estructurada y se cimientan sobre responsabilidad, resiliencia, disciplina, coraje, entusiasmo y compromiso.
Con todo, lo fundamental para algunos de nosotros no es nada de lo expuesto. Lo que en verdad nos motiva es tener la certeza de que el fin y el logro definitivo queda siempre más allá de nuestras pequeñas o grandes vicisitudes, frustraciones o victorias.
Bien lo decía Goethe: “Que no llegues nunca, eso es lo que te hace grande”.
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