Con frecuencia, las sociedades y los seres humanos se encuentran frente a puntos de inflexión de aparente no retorno. Sea con optimismo, preocupación, esperanza, miedo o angustia, nuestra tendencia habitual es a creer que todo nuestro devenir estará construido sobre un hito en particular. Con todo, la historia nos enseña que más allá de los grandes movimientos transformadores, guerras, catástrofes, revoluciones o cambios de época, la razón y el sentido común terminan siempre encauzándose para darle continuidad al progreso.
El problema central tiene relación con el costo objetivo que pagamos los individuos y nuestro planeta cuando los procesos sociales se expanden, en busca de nuevos horizontes y estableciendo nuevos límites. Como sabemos, una cosa es describir hechos utilizando la historia, esa maravillosa ciencia social que nos ayuda a aprender y comprender de dónde venimos y, de alguna manera, a predecir hacia dónde vamos, y otra distinta es hacernos cargo de nuestra memoria, que no es otra cosa que la experiencia personal que hemos tenido, tenemos o vamos a tener de nuestro tiempo.
En Chile, nos encontramos ad portas de un momento que supuestamente va a definir el orden social y político y la forma en que nos relacionaremos durante las próximas décadas. Existen todo tipo de expectativas e incertidumbres al respecto. Los candidatos llamados a liderar esta transformación se encuentran en puntos diametralmente opuestos en el espectro político y el país, en apariencia al menos, parece estar dividido en igual proporción respaldando a cada uno de ellos. Todo indica que más allá del resultado simbólico de las elecciones del próximo domingo 19 de diciembre, el país quedará polarizado y tensado por la obligación de tener que lograr acuerdos que permitan destrabar miradas y proyectos muy diferentes.
La obligatoriedad del diálogo supone un desafío muy grande para nuestra sociedad, toda vez que en los últimos años el atrincheramiento ha sido la conducta habitual de los líderes políticos, empresariales e intelectuales. Afortunadamente, la historia nos enseña, y la experiencia personal nos lo recuerda, que los pueblos suelen ser mucho más sabios que sus líderes y que, a la larga, el sentido común nos volverá a recordar que nada es para tanto, y que la autoconservación, el cuidado social y la búsqueda de consensos son la única manera de cruzar los puntos de inflexión y transformarlos en verdaderas oportunidades de desarrollo.
En tiempos en que el dramatismo y la sobrecarga emocional tienden a confundirse con la realidad colectiva, bien vale la pena reconocer la sabiduría de la naturaleza y de los pueblos, la que siempre se encarga de insistir que nada es para tanto, nunca nada es para tanto.
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