Llegué a Nueva York por primera vez el 7 de diciembre de 1980, un día antes del asesinato de John Lennon. Y, desde entonces, nunca más me he ido de allí.
Inicialmente, viví cerca de Columbia University, pero pocas semanas después, me mudé al Village donde pasé casi todo el invierno de 1981. Durante semanas, libre y sin atadura alguna, deambulé por las calles y rincones de la “Gran manzana”. Recorrí museos y galerías de arte, busqué refugio del frío y del viento en tiendas y pequeños supermercados de barrio y me dejé llevar, sin rumbo, por la maraña de líneas del metro.
Por las noches, en tiempos donde la delincuencia era la normalidad absoluta, sin ninguna consciencia de riesgo ni de límite, decidí buscar mi lugar en el mundo, en la ciudad que engloba y cobija todo lo que somos.
Llegué a Nueva York en diciembre de 1980 y aunque desde entonces he vivido en muchos otros lugares, hay algo mío que sigue latiendo allí y que nunca ha logrado seguirme.
Pero ¿quién no tiene su propia “Ítaca” o “Shangri-La”? pensará usted mientras lee estas líneas, desde luego, todos le contestaré yo. Cada uno de nosotros tiene sueños y lugares comunes, anclas de la memoria, lugares donde fue o creyó ser feliz.
Los recuerdos le dan un relato a nuestras vidas, también sentido y hasta épica. Pero fundamentalmente le otorgan carácter a las razones por las que seguimos luchando.
Por mi parte, de vez en cuando, he vuelto físicamente a Nueva York, desde luego, no soy el mismo y la ciudad tampoco. Pero allí, en medio de la vorágine sigue viviendo, en buena medida, la energía vital por la que he llegado hasta aquí. En todo caso, el viaje aún continúa.
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