La Muerte sólo coge una vez
Juan Patricio Lombera

El viento del Este

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Se acercó a la puerta, a ver si podía distinguir al travieso de turno y, pese a caminar descalzo sobre los cristales, no se hizo corte alguno.

Lectura: ( Palabras)

Publicado en 13 para el 21. Antología de nuevos escritores,
Ediciones Irreverentes, Madrid, 2007 pp. 276

Sergio volvía a casa como todos los viernes; cansado por trabajar en las mañanas y, en esta ocasión, abatido tras haber suspendido el examen de lógica en la Universidad. Encima, su novia lo había dejado plantado en la estación de metro en la que habían quedado. Sin embargo, no lo tomó a mal, pues sabía que las obligaciones de ella la retenían varias horas más de lo que quisiera. Pese a las adversidades, Sergio estaba contento porque ese día era viernes y ante él se habría todo un fin de semana para el desenfreno etílico o sexual que le permitiría evadirse de su monótona rutina de vida.

Acababa de pasar los puestos ambulantes de comida donde algunas veces cenaba, atraído por el inigualable olor de los tacos callejeros. A pocos pasos se encontraba el edificio donde vivía. Por fuera daba la impresión de ser de clase media venido a menos, pero donde se podía vivir con comodidad. Al entrar, llamaban la atención sus pasamanos de hierro completamente llenos de rayajos, las escaleras sucias y, por último, las paredes llenas de desconchones como si se hubiese producido una balacera que hubiese comprendido todas las plantas. Por si fuera poco, la habitación de Sergio radicaba en el último piso. Se trataba de una minúscula habitación de azotea de quince metros cuadrados en el que tenía, por toda posesión, una cama, una mesita de noche, una estantería de libros y unas cuantas cajas en las que ponía algo de fruta y comida que debía comer con gran celeridad para que no se echase a perder. En realidad, Sergio odiaba esa morada, los escasos ingresos de la beca que le otorgara su Estado natal, los imprevisibles envíos de dinero de sus padres y lo que recibía por sus clases particulares no le permitían pagar nada más. Pero estaba convencido de que sólo estaría unos meses ahí. A través de sus nuevas amistades conseguiría un empleo en la representación de su Estado en la capital con lo que aumentaría sustancialmente sus ingresos.

Se trataba de muchachos que venían a cursar sus carreras pero que, al estar lejos de su ciudad natal buscaban distraer la nostalgia entrando en contacto con paisanos. Por supuesto, el afán de conversar con alguien de la tierra hacía más tolerantes a sus nuevos amigos que, a diferencia de lo que ocurría allá, no se fijaban en la clase social del paisa sino en su casticidad.

Para animar la diminuta habitación, Sergio había pegado unas cuantas fotos de su tierra, un enorme póster de Frida Kahlo y otros de películas mexicanas, principalmente del indio Fernández. Tras cenar, empezó a leer La microfísica del poder de Foucault. A las dos páginas sintió cierto sopor, por lo que instintivamente reposó el libro en su pecho y cerró los ojos un momento. “Para descansar un poquito”, se solía decir a sí mismo, aunque sabía que ése era el preludio de su abandono total en brazos de Morfeo.

Empezaba a ver a sus cuates y los paisajes conocidos cuando un fuerte ruido le sobresaltó. “Genial, los que hayan sido ya me espantaron el sueño y pa’ colmo me rompieron la ventana”, pensó irritado.

Se acercó a la puerta, a ver si podía distinguir al travieso de turno y, pese a caminar descalzo sobre los cristales, no se hizo corte alguno.

—¡Chamacos pendejos! ¡Como los atrape no se la van a acabar! –dijo más por soltar su rabia que por los efectos que pudieran producir sus amenazas, si es que alguno de los niños seguía ahí.

Ya se disponía a volver a su cama cuando vio la luz de la escalera encenderse y oyó unos pasos. “No creo que sea Leti, aunque igual. En todo caso espero que no sea el gorrón chilango de Baltasar. Si viene a beber se llevará una buena sorpresa si viene por eso. No tengo ni una chela”.

Los pasos se hicieron más cercanos hasta que llegaron al descansillo que comunicaba con la puerta que, a diferencia de otras veces, se abrió sin dificultades y sin chirriar. Deslumbrado por la luz del rellano, Sergio alcanzó a distinguir una silueta femenina.

—¿Qué tal? Ya no te esperaba mi reina.

—¿A quién llamas así con esa confianza? –respondió con voz seca una voz de mujer.

Él salió a la azotea y dio unos pasos en su dirección. Pronto se dio cuenta de que estaba hablando con una desconocida. Era una mujer joven, muy pálida, que tendría aproximadamente su edad. Sin embargo, su voz autoritaria y su mirada cansada, como si hubiera visto muchas cosas malas, le daban un aire de mayor.

—Muy rápido vienes a mí para no saber quién soy.

Sergio no comprendía nada. Estaba en la azotea, en calzoncillos y ante una muchacha muy guapa, que no pintaba nada ahí. Pensó que se podría tratar de alguna broma de uno de sus amigos o incluso de una tentación que le mandaba Leti para probar su fidelidad, pero tampoco tenía mucho sentido. Por lo pronto, decidió jugar de forma ambigua para ganar tiempo y ver si en el transcurso de la chanza descubría la verdad.

—Es que…, no todos los días tengo a un cuerazo tan exquisito a la entrada de mi casa.

—Gracias.

—Las que me faltan para servirte

—Anda, deja de hacer el payaso y vámonos.

—¿Así, en cueros y sin cambiarme? En mi casa me enseñaron a no hablar con extraños y menos irme con ellos a lo oscurito. Y además, para que me voy a querer ir si estoy muy a gustito aquí, mejor quedémonos platicando para conocernos mejor.

—Deja de tomarme el pelo, que si no va a ser peor para ti. Además no necesitas ropa ahí adónde vamos.

—¡Ah caray!, esto se pone emocionante. Pero tampoco te vayas a creer que soy un chico fácil.

—Respóndeme –dijo ella con un ligero hastío asomando–, ¿Qué hiciste cuando oíste el ruido de tu ventana?

—Me levanté para ver si descubría al graciosito y luego oí los pasos en la escalera, por lo que me quedé espiando. ¿Pero, como sabes que me rompieron la Windows?

—Bueno, supongo que llegué demasiado pronto y no te di chance de caer en la cuenta de tu nuevo ser. En fin, hazme el favor de ir a tu habitación y ver tu lecho.

—¿Así, sin más preámbulos? Tú sí que sabes lo que quieres, nena.

Iba a seguir con sus comentarios de doble sentido, pero una mirada molesta de su interlocutora lo hizo callar.

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