Ahí estaba. Parado con esa cara de imbécil que se le queda a cualquiera que ha perdido su cartera. Revisaba una y otra vez el contenido de su mini mochila y palpaba todo su cuerpo, pero de sobra sabía que ésta no aparecería. Estaba en un gran apuro. Si un policía le pedía su documentación acabaría en comisaría teniendo que llamar a su padre para que lo rescatase. Y lo peor de todo es que no llegaría a la cita con Luciana.
Habían compartido todo el año juntos, desde que ella se presentara en clase como una nueva alumna. Luciana venía de otro país. Su padre había trabajado en la creación de plataformas petrolíferas en Brasil durante una década por lo que a veces se le escapaban a ella palabras en portugués, lo que a los ojos de Fabián la hacía más apetecible. También le atraían el pelo negro y rizado de Luciana, su tez trigueña y las diminutas pecas que poblaban su cara. Ni tardo ni perezoso, Fabián “pegó su chicle”, como le diría un compañero y se ofreció a mostrarle el colegio a la muchacha para que ella supiese qué clase de gente se encontraría ahí. Por supuesto que el caballeroso acto tenía como fin estar a su lado e irla conociendo, amén de hacer méritos a sus ojos. Ella se dio cuenta de su juego, pero como también le atraía su nuevo amigo, se hizo la inocente. Fabián era alto y desgarbado y tenía la típica cara sosa de un adolescente.
A Luciana le gustaba ver la forma en que él perdía todo su aplomo de líder frente a sus compañeros cuando ella se le acercaba. A veces incluso tartamudeaba. Sin embargo, cuando ya estaban solos, en el cara a cara, Fabián ganaba muchos enteros. A su nueva amiga no le importaba relacionarse con muchachos de su edad a pesar de la simpleza de éstos y hasta jugaba al fútbol con ellos. Fue precisamente este juego el que más los unió. El paso de Luciana por la escuela carioca se hacía notar en la visión periférica del campo que le permitía optar siempre por la jugada más peligrosa. Ella podía quebrarle la cintura a cualquier defensa con tan sólo un metro de distancia. Sin embargo, no le gustaba humillar a sus rivales por la reacción de estos; faltas o manotazos. Y lo peor es que muchas veces los manotazos no acababan en la cara. Por eso prefería compartir la gloria con un chico que fuese capaz de entenderla y ahí aparecía Fabián. Era el socio ideal. Ella no necesitaba voltear a verlo para ubicar su posición en el área rival. Un simple cruce de miradas les bastaba a ambos para saber lo que debían hacer. Sin embargo, lo que más le gustaba a ella de Fabián era el hecho de que éste siempre sabía reconocer el mérito de su compañera. El primer abrazo de Fabián siempre era para Luciana y en más de una ocasión la había levantado en vilo para hacer patente que su logro era debido al gran pase que ella le había puesto.
Finalmente llegó al revisor. Los trabajadores llamaron sin demora a la central quien localizó al conductor del transporte 8717 quien, a su vez, notificó la aparición de una cartera que contenía un DNI a nombre de Fabián de Lizardi. Él se puso muy contento al conocer la noticia. Lo malo es que tendría que esperar a que el autobús volviese y como éste iba a Hortaleza y tomando en cuenta el tráfico que había, tendría que cancelar su cita con Luciana. Este encuentro era crucial para rehacer las paces después de que Fabián cometiese una imprudencia en privado con sus compañeros. Estos, envidiosos de que él se había convertido en la estrella del equipo, empezaron a azuzarlo desvirtuando sus méritos.
—Claro, cuando te ponen tantos pases de gol es normal, por más malo que seas, que anotes unos cuantos, pero eso no significa que seas un buen delantero, sino más bien que tienes mucha suerte.
—Suerte le llaman al saber.
—Así es, si no fuera porque este año tenemos a Luciana en el equipo no habrías marcado ni la mitad de los goles que llevas en el campeonato.
Fue entonces cuando dijo las fatídicas palabras. Sabía que mentía al hablar, pero estaba tan molesto por la falta de reconocimiento por parte de sus compañeros a su labor que entonó, todo chulito:
—A mí no me hace falta un buen pasador. Con que la pelota se encuentre por mi zona y tenga un cuarto de ocasión me vale.
Sus compañeros le rieron la gracia, pero él no sabía que uno de ellos lo estaba grabando todo. Y claro, acto seguido fue a cascarle el chisme a Luciana.

Cuando finalmente Fabián se enteró de la movida era demasiado tarde.
—Hola, Luciana. Perdona que no haya llegado aún, pero es que he perdido mi cartera en el autobús y tengo que esperar a que me la traigan.
—Si verdaderamente me quisieras como me decías, no te inventarías una excusa tan absurda para no venir a dar la cara.
—Te juro que es verdad.
—Sí, como no. Encontraron tu cartera y decidieron dársela al conductor para que te la devolviera. Vamos hombre, que no soy tonta. Creía que eras diferente. Adiós.
Fabián intentó volver a llamarla, pero siempre oía la misma vocecita desesperante: el móvil marcado está apagado o fuera de servicio.
Al día siguiente de sus autocomplacientes declaraciones, Fabián empezó a sentir los cambios por su excesiva verborrea. En primer lugar, Luciana le cedió a otro compañero su pupitre para alejarse de él y, en segundo término, ella no volvió a dirigirle la palabra. Más aún, en el partido de semifinales ella acaparó todo el tiempo el balón e hizo una gala de toda su sapiencia futbolística marcando los dos tantos de su equipo. A ella ni siquiera le importó que uno de los defensas contrarios le barriera el tobillo. Ese día, Luciana iba a ser la estrella y tampoco iba a permitir que nadie saliese en su defensa. Por la tarde, Fabián se dirigió a casa de Luciana para pedirle disculpas. Llegó a su casa y se dirigió al lateral para echarle piedritas a su ventana que era la contraseña que usaban para verse sin que lo supieran los padres de Luciana. No es que Fabián le desagradase, pero ellos no querían que su hija se encaprichase de él. A fin de cuentas, era posible que tuviesen que hacer otro viaje al extranjero en no mucho tiempo. En teoría, Madrid sólo sería una escala técnica. Aquella tarde Fabián esperó dos horas a que Luciana saliera. Sabía que ella estaba ahí por el movimiento de las cortinas. Cuando empezó a llover, ella creyó que él se largaría finalmente, pero él permaneció bajo el chaparrón. Eso la conmovió, aunque no lo suficiente como para hacerlo entrar a casa.
—Mañana si no estás resfriado nos vemos en el cine a las 8 y hablamos.
Aquella noche él estaba radiante. Había conseguido una oportunidad de resarcirse con la chica que tanto le gustaba. Por supuesto, ese día durmió poco y mal.
—Qué cabecita la tuya –oyó al revisor que le decía sacándolo de sus reflexiones–. ¿Cómo te llamas?
—Fabián de Lizardi.
—Aquí tienes.
Fabián abrió la cartera temiendo que le hubieran quitado las tarjetas o el dinero, pero para su suerte, milagrosamente todo estaba intacto y dentro. Sin embargo, él sentía que ya había perdido lo más importante.
Al día siguiente se jugaba la gran final de colegios de Madrid. El equipo ganador podría representar a su comunidad en el torneo nacional. El entrenador, consciente de la situación personal de los chicos, dio un discurso sobre la profesionalidad que esperaba de sus pupilos.
—Los grandes jugadores a los que admiráis, nunca dejan que sus mezquinos intereses personales los cieguen. Cumplen y luego siguen odiándose fuera de la cancha.
El entrenador no dirigió su mirada a nadie, pero los protagonistas de la perorata sabían que se estaba refiriendo a ellos. Sus compañeros no dejaron lugar a dudas. Tenían sus miradas clavadas en Fabián y Luciana que salieron los últimos al campo. Antes de pisar el césped, ella lo paró y le ofreció la mano en señal de amistad. A Fabián la amistad de Luciana no le bastaba, pero habría que conformarse por el momento. Nada más empezar el partido, el San Cristóbal se vio sorprendido por un contraataque fulminante, luego que los centrales habían subido a rematar un córner. Casi al final del primer tiempo, Luciana acaparó la atención de todo el estadio. Recibió un pase largo del portero y en lugar de bajar la bola, la controló de forma orientada por encima de la cabeza del defensa para quedarse sola frente al portero. Ese sombrerito magistral le valió el aplauso de toda la grada y, cuando todo el mundo pensó que dispararía a fusilar le pasó mansamente el balón a Fabián que casi marra la ocasión porque no esperaba recibir el esférico de ella.

—Muchas gracias –le dijo mientras conducía el balón al centro del campo–.
—De nada –estate atento la próxima vez–.
El primer tiempo acabó en empate. Sin embargo, en la segunda parte el equipo rival sacó al medio campo a un jugador cuya edad lindaba la legalidad del reglamento y cuyo fin era detener por cualquier medio a Luciana. Ni tardo ni perezoso le hizo una barrida que le valió la tarjeta amarilla, pero que dejó tocada a la estrella del equipo. Sin embargo, no conforme con eso el grandullón, no escatimaba en recursos ya fuera jalándola de la camiseta o de plano agarrándola, y cuando todo eso fallaba, soltaba la pierna ante la complacencia del árbitro que temía la iracunda reacción de los padres del equipo afectado. En una ocasión Fabián le fue a protestar y, cuando el árbitro no miraba, le soltó un codazo en plena cara. Fabián iba a responderle cuando vio a su compañera llamándole y recordó las palabras de su entrenador.
Con el potencial ofensivo del San Cristóbal mermado, no se veía cómo podrían los rivales desempatar. La escuadra de Luciana y Fabián controlaba el partido a placer con grandes posesiones de balones fruto de pases cortos y triangulaciones certeras, pero, al mismo tiempo estériles. Quedaban 5 minutos y ambos equipos estaban agotados. Los tiempos extras se presumían peligrosos y fue entonces que se le encendió el foco a Fabián.
Se acercó a su compañera.
—Quédate adelante y ocupa mi posición.
El cambio de posición de los dos jugadores desubicó a los rivales que no sabían a quién marcar. Cuando faltaban segundos para la culminación, Fabián recibió un pase en el centro del campo y en vez de parar la bola dejó que corriera entre sus piernas y también entre las del grandullón que no se le despegaba. Al tiempo que la bola pasaba, él giró su cuerpo hacia la derecha vadeando a su rival y se dirigió hacia el balón dejando anonadado al mediocampista rival. Posteriormente encaró a un defensa que, sin embargo, logró desviar ligeramente el balón hacia la derecha del campo. Un poco más adelante se encontraba Luciana presta a fusilar al portero rival, pero antes había que ganarle la carrera al central y darle el pase a su compañera. Sólo había una forma de llegar antes a esa pelota. Iba a ser muy doloroso, pero era la única solución. Se barrió con los dos pies hacia adelante y consiguió contactar la bola antes de que los tacos de su rival se le hundieran en el tobillo, provocando que soltara un rugido desgarrador. Luciana recibió el balón y consciente del sacrificio que había hecho su compañero sabía que no podía errar. Tan pronto le llegó el esférico echó hacia adelante su cuerpo e impactó la bola con el empeine derecho. El balón se elevó tomando una curva de adentro hacia afuera para impactarse en la red, entrando por el ángulo derecho. El juez central decretó ahí mismo el final del juego. Habían ganado y todos los jugadores se arremolinaron en torno a ella para felicitarla por el gol de la victoria. Pero Luciana les pidió que la dejaran en paz. Se acercó hacia Fabián que aún se retorcía en el suelo y le ofreció la mano para que se levantara. Tan pronto se puso en pie, lo abrazó y le plantó un sonoro beso en la boca que casi hace que se volviera a caer al suelo. Juntos recibieron la copa de campeones regionales y juntos pasaron aquel verano en la playa besándose, nadando, corriendo y jugando todo el día.