Gustavo Petro ganó las presidenciales colombianas éste 19 de junio en segunda vuelta electoral –en la democracia más antigua de la región– con más de 11 millones de votos, y lo hizo en un país donde ha gobernado durante toda la era moderna y sin “sobresaltos” polos ideológicos opuestos del país andino, tal como lo reseña en declaraciones de prensa el historiador Daniel García Peña “Colombia es el único país de la región que no ha tenido un gobierno puramente progresista”.
En declaraciones a la alemana Deutsche Welle, Jan Boesten, investigador de la Universidad Libre de Berlín, interpreta que “esta ola de izquierdas parece ser más fuerte, porque ahora hay desafíos que son enormes. Una de las razones fundamentales del triunfo de la izquierda en estos países es probablemente la mala gestión de la pandemia, el sufrimiento económico y, en consecuencia, el aumento de la desigualdad”.
Sin lugar a dudas que lo que pasa en la región amerita poner mucha atención a la falta de una gestión ética de las aspiraciones populares, debido creo a la falta de una revisión y ejecución integral de la agenda pública de nuestros países, aunque pienso que esta situación podría ir cambiando gradualmente a medida se confeccione una unidad latinoamericana auténtica, cristiana-humana y focalizando los esfuerzos alineados al discurso del electo presidente colombiano de “incrementar la producción” y opositores de la extracción.
Ahora bien, bajo mi punto de vista, los gobiernos progresistas de la región, para efectivamente avanzar en la construcción de democracias sólidas y democráticas deben “expulsar” de sus imaginarios el discurso único pues como ha demostrado la historia reciente siempre buscan “achacar” a sus opositores –viéndolos como agentes locales de la central global del capitalismo en Estados Unidos– la “responsabilidad” por los males que nos han venido afectando. Lo vemos en el discurso por ejemplo de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) quien ciertamente ha venido “minimizando” problemáticas sociales de los últimos años como ser la afectación por COVID-19 y la violencia asociada al crimen organizado que penosamente ha arrebatado la vida éste 20 de junio de los sacerdotes jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora en la sierra Tarahumara chihuahuense. La moraleja aquí es que no se puede derrotar el mal –siendo más empáticos con aquellos que cometen actos deleznables como estos– que con aquellas poblaciones que necesitan el “cobijo” institucional en sus diversas manifestaciones.
Si bien es cierto que el ascenso nuevamente al poder de líderes izquierdistas es una “manifestación clínica” del “cansancio” emocional de nuestras ciudadanías en torno la construcción de verdaderas democracias; no es menos cierto que nuestras sociedades al parecer han “tocado fondo” y lo vemos diariamente con las “espeluznantes” cifras de migrantes que se movilizan a terceros países producto de la falta de oportunidades para desarrollar ampliamente las propias competencias en los países de origen.
En definitiva, la nueva y ascendente recomposición del mapa ideológico, político electoral en la región es un mensaje en doble vía: a los conservadores de derecha que deben “reinventarse” y “aterrizar” en la observancia de las capas populares como sujetos activos con quienes se debe establecer relaciones francas y transversales; en tanto a los progresistas de izquierda que se debe fomentar una integración cultural, social y económicas a partir de una “escucha activa” de los “gemidos” populares que aspiran a que haya una tutela activa y efectiva de los derechos humanos indicados en las diversas constituciones a lo largo y ancho de nuestro subcontinente.
Posdata: Actualmente los gobernantes de izquierda en América Latina son de México, Honduras, Nicaragua, Cuba, Panamá, Venezuela, Perú, Bolivia, Chile y Argentina. Se suma Colombia y podría hacerlo Brasil en octubre con el septuagenario Luiz Inácio Lula Da Silva.