Nos encontramos en el año 2112, mi cantimplora está totalmente vacía; no hay nada de comer en este pueblo, ya no tengo mi autonave y aunque la tuviera ya no hay butano. Soy uno de los últimos seres humanos –quizá el último– en la tierra y mis horas están contadas.
¿Cómo inició nuestro final? Algunos, antes de que el hoyo de ozono se hiciera más grande y borrara a miles de millones en pocos días, decían que todo había iniciado con la fabricación de las máquinas en una era conocida como la “era industrial”. Con las máquinas había empezado a surgir la mugre, también llamada smog, que fue minando la resistencia de la capa hasta producirle varios hoyos que, a su vez, produjeron la gran ceguera. Sin embargo, había otras personas que opinaban que el problema se debía a la caída de un muro rojo. Es decir, el mundo hasta esa fecha vivía en una armonía producida por el miedo. Los azules les temían a los rojos y viceversa, y todos los componentes de ambas partes se ocupaban de trabajar al máximo para poder superar a sus enemigos; sobre todo en lo del armamento nuclear. Por supuesto, ambas partes estaban dirigidas por países6 líderes que subyugaban a los que formaban parte de su imperio y buscaban la unión de los pocos países que no habían tomado una decisión sobre a qué bando debían unirse. Sin embargo, de repente hubo una crisis producida por uno de los más importantes miembros rojos, que acabó por destruirlos como imperio rival de los azules; el equilibrio y la armonía se habían terminado.
Por su puesto, los azules se apoderaron entonces de todo el mundo, imponiendo, a través de la persuasión y/o de la fuerza, su llamado “Nuevo Orden Mundial”. Fue a partir de ese momento cuando empezó a desaparecer la importancia de los países que se convertían, sin perder su estatus de países “libres y soberanos”, en enormes bloques económicos que competían entre sí. De esta forma, surgieron el bloque americano, el europeo y el asiático. Los países africanos estaban afiliados a estos bloques. China, por su parte, formaba uno solo, con el 20 por ciento de la población mundial. Era el único bloque medio rojo que permanecía en la tierra. Sin embargo, pronto las competencias por ganar mercados económicos crearon serios conflictos entre ellos. Además, el ascendente empobrecimiento de la población mundial produjo el retorno de viejas ideas políticas.

De esta manera, resurgieron nuevos países rojos y también blancos. Estos últimos propagaban la superioridad de sus razas. Posteriormente, rojos y blancos fundaron respectivamente el nuevo bloque rojo –aliado del chino– y el supremo bloque blanco. Finalmente, cuando las disputas comerciales no pudieron solucionarse, cuando la tierra se encontraba sobrepoblada, sin alimentos para todos y sin suficiente espacio; los líderes de los tres bloques decidieron, al mismo tiempo, como si estuvieran de acuerdo, iniciar la primera de varias guerras nucleares. La mitad de la población mundial (cinco mil millones, entre ellos, mis padres) murieron en esas guerras.
Los que tuvimos la suerte de no morir, ya no quisimos saber sobre sistemas político-económicos ni bloques, ni escuelas, ni cultura ni nada. Pensamos que si la tierra se extinguía era porque los humanos nos habíamos separados demasiado de nuestro aspecto animal, para consagrar nuestra vida al estudio y a la razón. Este error nos llevó crear el demoníaco conocimiento del cual habían nacido las máquinas portadoras del fuego. La única regla que existía entre nosotros, imitando a los animales, era que no podíamos hacerle daños a ninguno de nuestra especie. Pensamos que, si hubiera seguido la cadena natural, en la que un ser de una especie se come a otro de una especie más débil, y así sucesivamente, hasta completar el círculo natural, la tierra no hubiera desaparecido.
A nosotros, los últimos, sólo nos interesaba vivir… o, más bien dicho, sobrevivir y reproducirnos, porque las guerras nucleares habían hecho más difícil –casi imposible– la vida en este planeta. Ya no se podía pescar casi nada que no estuviese envenenado radiactivamente, y para cazar algún animal se tenía que ser muy paciente. La alimentación básica era a través de soya y plancton. Así vivimos durante algunos años, hasta que llegó el “Gran Deslumbramiento” y, con él, la muerte de la mayoría de los humanos. Yo me encontraba visitando el refugio antinuclear, donde había estado mi padre, en una de las pocas áreas que no se vieron afectadas por esta desgracia. Sin embargo, pronto ya no hubo alimentos y empezamos a comer cadáveres. Finalmente, cuando mi último amigo sobreviviente agonizaba, me dio sus últimas raciones de agua, una autonave que todavía servía y me pidió buscar otros sobrevivientes, y que intentará formar un nuevo mundo, que intentara perpetuar lo bueno de nuestra “civilización”.

—Creo que nos hemos equivocado –me dijo aquella noche–. Hemos renunciado al conocimiento y al don de pensar y por eso estamos agonizando.
—¿Te olvidas de que ese conocimiento fue el que destruyó la tierra; el que mató a mis padres y el que te está matando a ti mismo? –respondí irritado.
—No fue el conocimiento el que nos mató, sino su mala aplicación. ¿Cómo decirte? Nosotros tenemos la capacidad de pensar, a diferencia de los animales. Si renunciamos a eso, quedamos expuestos a que una especie o cualquier desastre nos aniquile. En cambio, si usamos esa virtud y nuestro conocimiento, podríamos, tal vez, superar nuestros actuales problemas para conseguir alimentos, asegurar nuestra reproducción y muchas otras cosas más.
—¡Cállate! ¡Estás desvariando!
Acto seguido empecé mi retirada.
—Busca en los restos de las grandes ciudades, enormes edificios llamados bibliotecas y ahí busca los discos y libros –me gritaba cuando abordé la autonave–. Ahí encontrarás las respuestas.

Recorrí durante las últimas semanas enormes distancias en mi autonave y, sobre todo, a pie, pero no encontré a nadie, ninguno de esos inmuebles que él llamó bibliotecas y menos aún esos discos mágicos que me mencionó. Debo reconocer que en la noche de nuestra despedida yo me encontraba muy dolido por la muerte de Ludmila, mi concubina. Días después, cuando mi dolor disminuyó, pude… ¿razonar?, sobre lo que me había dicho aquel anciano. No sé si tenía la razón, pero me hubiera gustado entrar en contacto con el conocimiento para comprobarlo. Mi único saber es el de escribir y leer, porque mis padres me lo enseñaron. Ahora mi turno ha llegado. Una vez oí que los tuaregs, cuando se encontraban en el desierto, sin agua y sin esperanzas, agachaban la cabeza y exponían sus nucas al sol para acelerar el proceso de la muerte y hacerlo menos doloroso. Ahora podré comprobar si es cierto… “.
—¿Qué lees Kuntar?
Un texto que encontré en el pecho de un hombre muerto en uno de los planetas de la galaxia que acabamos de colonizar. Aparentemente el planeta estaba habitado por una tribu salvaje llamada “seres humanos” que lo destruyó todo. Lo más chistoso fue que cuando encontré al “humano” creí que estaba vivo por la posición en la que se encontraba. Estaba acostado con su brazo sobre el pecho y en la mano tenía una cantimplora con un líquido amarillo. Aparentemente quería beber. Lo que no entiendo es por qué menciona varias veces en su texto que ya no tenía agua si su cantimplora estaba llena de ese líquido.