La humanidad ha vivido un fenómeno político-sociológico recurrente que ha sido profundamente analizado por Max Weber en su obra “Economía y Sociedad” que son los tipos de dominación. Dentro de ellos ubica una que es, por decir lo menos, recurrente: la dominación carismática.
Este tipo de dominación infringe una serie de condiciones que, como lo comentábamos en la colaboración anterior, implican que exista una sumisión hacia la voluntad del líder a quien, de conformidad con este estudio, sus seguidores le reconocen características sobre humanas, míticas y casi divinas.
Cuando este tipo de liderazgos ascienden y dirigen las instituciones gubernamentales, su dominación, en la mayoría de los casos, trasciende al ejercicio del poder legal; ya que llegan a imponer su voluntad por encima de cualquier condición o circunstancia, pues el acompañamiento y la devoción de sus seguidores, le otorgan una fuerza moral inusitada y con ello la autorización para que disponga de la vida y obra de quienes domina.
Al tener características “místicas”, el líder carismático dispone a plenitud de todos los medios necesarios para imponer su visión a la comunidad que dirige. De este modo, cualquier obstáculo, incluida la Constitución, el marco legal vigente y hasta las personas, puede ser sorteado con tal de cumplir su voluntad para materializar su visión, pues cuenta con la legitimidad para ello.
Como podemos ver, esta circunstancia otorga un poder cuasi ilimitado a quien gobierna bajo este tipo de forma de dominación, ya que, en esencia, el halo místico que le caracteriza le otorga poderes plenos, al tiempo que le exculpa de cualquier falla, pues independientemente de que siempre encontrará un medio para justificarse, éstas serán también defendidas –a ultranza– por sus seguidores, aún y cuando con ello aniquilen sus derechos más fundamentales.
El gran riesgo del ejercicio del poder omnímodo por parte de un liderazgo carismático estriba no sólo en los posibles errores de juicio al momento de la toma de decisiones, además, las implicaciones que éstas tienen en la vida organizacional tanto del gobierno como de la sociedad. Así, muchos de estos liderazgos carismáticos, que generalmente instituyen regímenes autoritarios, tienden a destruir instituciones, organizaciones y sistemas que tardaron décadas, lustros y hasta siglos conformar, y cuya valía para la sociedad que, bajo el régimen del carisma, se dejan de lado y son sustituidas por la visión del líder.
Las visiones carismáticas, en la mayoría de las veces, se obnubilan ante las “mieles del poder” y dejan de lado tanto el conocimiento, la experiencia y la especialización, para abrir paso a decisiones radicales, univocas, irreflexivas y exageradamente idealizadas, en donde se arriesga –incluso– la estabilidad del Estado y, sobre todo, se pone en grave riesgo a la sociedad que, confiada y cegada por la idealización personal, aplaude y respalda todo aquello que emerja del púlpito del poder.
Hoy, pese a la evolución político-social, el gran reto de muchas naciones del orbe es dejar la idealización y el misticismo de quienes ejercen el poder político, para retomar la ruta de la legalidad y la certeza que brinda la consolidación de un régimen legal-democrático, en el que se precise un programa gubernamental y no donde la especulación de la voluntad única persista.
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