Los idos
Sara Baz

La deriva de los tiempos

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La muerte nos hace sospechosos, a algunos desde chiquitos y desconfiados de la vida.

Lectura: ( Palabras)

A Armando y a Themis, in memoriam.

Cuando alguien muere, no lloras por ese alguien, lloras por ti. Nos aproximamos a la muerte de manera oblicua, como en una batalla cuando se quiere sorprender, pero también sabemos que podemos ser sorprendidos. Nos acercamos de manera oblicua porque la muerte es una discontinuidad tremenda, o así al menos es como la percibimos. No importa de qué muerte se trate, tarde o temprano estaremos enfrentados a ese momento, con o sin posibilidades de decidir. La muerte es eso que nos obliga a crear narrativas con significados, porque, como dice Diego Fonseca (Esto es un ensayo, 2022), la vida es eso que pasa entre un error y otro.

Ahora que he estado un poco obsesionada por poner algunas ideas en orden, que he retrabajado esquemas para entender por qué me interesa lo que me interesa, la muerte de un amigo, que dejó una huella importante, me cimbra en varios sentidos: narramos para tejer historias que nos explican las cosas que pasan. A medida que transcurre el tiempo, esas “cosas” pueden agudizarse, volverse rugosas, achatarse, ennegrecerse, abrillantarse, ser protagónicas y después quizá, desaparecer del relato. Tejer y contarnos nuestras propias historias nos pone frente a dos desarrollos: el mío y el de mi yo sumergido en el resto de la humanidad. Tengo una marcha propia desde que fui concebida (ontogénesis) pero mi marcha no tiene sentido, en realidad, si no se lo doy con relación a los demás (filogénesis). Así es como ahora entiendo la narración del yo, pero no tiene tampoco ningún sentido que yo la entienda si no la pongo a jugar con lo que a otros les produce sentido. Así se hace la sociedad, así se concibe una Historia, así esa Historia se vuelve historias y en el gabinete del que piensa de más, se convierte en producción historiográfica.

La muerte (como idea, la mía o la de alguien) alborota el árbol de la vida: lo sacude hasta dejarlo pelón e incluso resentido; la muerte nos hace sospechosos, a algunos desde chiquitos y desconfiados de la vida. Sin embargo, también nos orilla a tomar una posición y a adquirir o a aspirar a una claridad de la conciencia. Dice Hans Belting (Antropología de la imagen, 2007) que la imagen nace cuando es necesario ocupar el lugar de alguien que ya no está. Esa imagen representa (¿vuelve a presentar?) a eso que ya no está. Louis Vincent Thomas, antropólogo francés, relataba que algunos pueblos considerados “primitivos”, al morir uno de sus miembros, se reunían en círculo a contar historias; esas historias construían virtual y simbólicamente un muro de palabras que contenía al espíritu potencialmente furioso del que se había ido y protegía a la comunidad de los vivos (Antropología de la muerte, FCE, 1983). Otras representaciones de los idos (como en A ghost story. David Lowery, 2017) muestran un trabajo lento de asimilación del nuevo estado o del nuevo plano en el que el ido se encuentra. Un extrañamiento que además, se puede volver en otra cosa cuando el ido escucha lo que los vivos filosofan en torno a su ausencia. Quienes seguimos en este plano, nos contamos historias, no para evitar que el espíritu andante nos contacte, sino para entender por qué su cuerpo ya no está. Las narraciones de larga duración que, desde luego, no se construyeron por una sola voz o una sola pluma, implican la idea de dar continuidad a lo discontinuo, porque eso da sentido, explica, nos permite aferrarnos a algo que creemos estable.

Historiadores y teóricos como David Rosenstone y Eelco Runia, teóricos literarios como Hans Ulrich Gumbrecht (entre otros miles de filósofos, antropólogos, y una larga lista de etcéteras) han insistido, aproximadamente desde los tempranos dosmiles, en que la presencia no es la esencia de lo que está presente ni el ser de lo que está presente. Tenemos una necesidad de presencia y la producimos mediante diversos dispositivos: relatos históricos, arte, textos literarios, epistolarios que van en un solo sentido, fotografías. Algunos de estos dispositivos son narrativos y otros no tanto. Si narrar implica un ordenamiento temporal, no diríamos que una foto o una pintura plantean el itinerario en que sus elementos deben ser vistos.

El significado y la presencia son antitéticos, decía Eelco Runia en su artículo “Presence” (History and Theory 45 (February 2006), 1-29). Por un lado, el significado elabora la experiencia, aniquilando su inmediatez y su carácter holístico (Ankersmit,“La experiencia histórica”, en Historia y Grafía, no. 10, 1998, 209-266). Por el otro, requerimos desesperadamente producir presencias. Alain Ferrant decía que la ausencia es un engaño: “…se remite siempre a una forma, a un tipo o a una modalidad de presencia”. (Alain Ferrant, Revista Uruguaya de Psicoanálisis 2008; 107: 90 – 106). No sólo construimos representaciones quienes nos dedicamos a armar relatos para artículos, para clases, no sólo los prosistas o los poetas. Todos nos autorrepresentamos de diversas maneras porque nuestro aparato psíquico trabaja en ellas para alejar incertidumbres, riesgos, miedos, peligros… Así es como “la representación se ocupa de la ausencia” (Ferrant, 2008), no solo de la ausencia de los idos, sino de cualquier ausencia que experimentamos desde que nacemos.

Si estas reflexiones tienen alguna utilidad, pienso que podrían encaminarse a los siguientes puntos, a manera de primeras conclusiones: la discontinuidad nos asusta, pero es parte de la vida y quizá el mayor salto discontinuo es la muerte. Las continuidades son construcciones paliativas para no sentirnos tan perdidos en el tiempo y en el espacio, para asignarnos un origen, adscribirnos a una tradición, para dar sentido a lo que se supone que hacemos todos los días y a las relaciones que entablamos, pero en el fondo, la discontinuidad es el abismo, es dionisíaca y, por ende, quita vida y da vida. Por otro lado, la presencia es una necesidad, pero también una construcción: hoy sabemos que la inteligencia artificial puede crear un nuevo sencillo de The Beatles, con la alineación original de la banda. ¿Eso es real? Sí, pero no verdadero (o que me expliquen los filósofos qué demonios es). Frente al nuevo panorama que nos arroja la IA, los idos no se habrán ido nunca, pero tampoco estarán con nosotros. Produciremos otras presencias, como en capítulos de Black mirror. No sé si frente a esta sobreproducción, los idos seremos nosotros, aun vagando por este plano con la cabeza metida en una pantalla.

Para salirme de esas influencias perniciosas, me propongo pasear a mi perro. Me propongo platicar con quien me quiera platicar. Me propongo armar mis propias historias sobre los idos, recientes y lejanos y tomarme (más de) una copa de vino para que esa sustancia dionisiaca, los evoque como en una fiesta.

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