Mucho de lo que antes nos hacía sentido, ya no lo tiene más. La conclusión a la que estamos llegando, poco a poco y no sin resistencia, es que entraremos a una nueva realidad, distinta a la que vivíamos previa a la pandemia.
¿Qué personas seremos ahora que podamos salir de nuevo con cierta libertad? Es una pregunta personal, pero también una colectiva, que marcara el posible inicio de una nueva forma de convivencia social, con ideas diferentes y hábitos comunitarios distintos.
Es probable que el cuidado de nuestra salud sea una de las prioridades que traerá esta emergencia sanitaria internacional. Sin embargo, ese aspecto involucra decisiones personales de mantenernos sanos en cuerpo y mente, a la par de aquellas que nos permitan cumplir con metas y objetivos concretos de alimentación, ejercicio, atención a la salud mental y a los vínculos emocionales necesarios para, primero, superar estos meses de encierro o de exposición al virus por necesidad y, luego, fortalecer nuestro tejido social inmediato para colaborar de manera sobresaliente no sólo en momentos de crisis.
También implica reconocer que nuestros hogares deben adaptarse mejor a las condiciones de una próxima contingencia. Es buen momento de repensar la forma en que nos relacionábamos con el espacio privado y la necesidad de contar como habitantes de grandes ciudades o de urbes de mediano tamaño, con los metros mínimos indispensables para poder pasar jornadas completas en un espacio que anteriormente usábamos sólo para dormir. Ése será un proceso social que representa una organización distinta y el empuje de cambios en la manera en que pensamos en la vivienda en el país, sobre todo para los más jóvenes.

Este punto lleva a otro inmediato: el espacio público y lo que representó en una situación como la que vivimos hasta la fecha en tener parques, andadores, solares y plazas cercanas para estar a sana distancia. El espacio interior de nuestros hogares será todo un cambio de percepción, pero la idea de espacios abiertos comunales que nos permitan convivir y hacerlos una extensión de nuestra vida cotidiana es una tarea ciudadana que nos demanda atención.
En la misma línea está la relación con el trabajo, las enormes posibilidades que se dieron con la posibilidad de desempeñarlo de forma virtual y desde casa, además de los beneficios en movilidad, tráfico diario y tiempo de traslados, que son una carga importante para quienes debíamos acudir a un sitio específico para laborar. Descubrimos que podemos estar conectados, que esa conexión no es siempre buena o está accesible para todos, pero que permite tener una productividad notable desde nuestro propio domicilio. Ampliar esa cobertura tecnológica y darle acceso general puede mejorar mucho nuestra calidad de vida en lo inmediato.
Retornar “a lo de antes” será una posibilidad reducida para la mayoría de nosotros. Psicológicamente no estaremos ya en la idea de regresar a lo que vivíamos antes de 2020 y menos a ese ritmo frenético al que estábamos acostumbrados y dábamos por hecho. Podremos adaptarnos sin duda, aunque lo más importante es construir las formas en que los espacios, las tareas, la convivencia, se acomodarán para recibirnos en nuevos escenarios.

Nuestro poder de adaptación es enorme y no está a discusión. La idea es dialogar sobre lo que tendríamos que adaptar de nuestro entorno para estar mejor preparados en caso de una siguiente eventualidad de este tipo, ya sea inmediata en la forma de un evento natural inesperado o a lo largo de un futuro próximo con el proceso de cambio climático que estamos experimentando aquí y ahora.
Ese intercambio de acciones y decisiones para adaptarnos al entorno y adaptar mucho de lo que hemos construido a una nueva realidad, es el mayor desafío civil que tenemos por delante. Empieza por evaluar nuestra propia casa, nuestro vecindario, nuestra colonia, hasta fortalecer los vínculos familiares, de amistad, de buena convivencia, con muchas personas que, unidas, pueden permitirnos mirar hacia delante para estar listos y mejor preparados para un futuro que siempre será incierto.