Nacemos marcados por prejuicios ancestrales. Desde el nacimiento, nuestros padres deciden cómo debemos comportarnos, vestirnos, comer, actuar, en qué debemos creer, cuáles deben ser nuestras metas y valores. El esquema se repite de generación en generación. Las ataduras de la infancia me recuerdan el cuento del elefante bebé amarrado de una pata a una cuerda. Por más que intentaba liberarse, la cuerda lo detenía. Con la repetición de esfuerzos en vano, al cabo de un tiempo aceptó que nunca iría más allá de lo que la atadura le permitiera. El pequeño elefante se convirtió en un animal poderoso. Romper la cuerda ni siquiera hubiera implicado un esfuerzo. Sin embargo, ya no lo intentaba. La idea de que era imposible liberarse era suficiente para mantenerlo preso. Al igual que el elefante del relato, nosotros también somos víctimas de ideas posiblemente falsas que, a base de repetir, convertimos en verdades.
En su plática “El peligro de una historia única”, Chimamanda Ngozi habla de cómo leer a escritores africanos la hizo darse cuenta de que la cultura de los pueblos de su continente tiene tanto que aportar como cualquier otra. Antes de descubrirlos, su afición por los libros ingleses y americanos la llevaba a idealizar sociedades distintas a la suya. En mi caso, Medio sol amarillo, su desgarradora novela sobre Biafra, cambió mi forma de acercarme al tema del colonialismo. Gracias a ella, sentí el dolor de gente con quien me era fácil identificarme y mis argumentos en contra del dominio de un pueblo sobre otro adquirieron la fuerza de lo que se cree realmente, no mediante la razón, sino con la intensidad de los sentidos. La ficción es poderosa porque, a diferencia de la Historia, es libre de plantear cualquier situación sin justificar el punto de vista y, lo más importante, sin apegarse a hechos pseudodemostrables.

En la nota de Al filo del agua de la colección de la Biblioteca Mexicana del Conocimiento, hay una cita de Emmanuel Carballo: “No existe en nuestra amplia narrativa revolucionaria un texto que indique con mejor sentido, sin descender al documento o a la demagogia, cómo se vivía durante los últimos periodos presidenciales de Porfirio Díaz y, al mismo tiempo, aclare por qué surge, qué se propone y, quizá, por qué fracasa la Revolución de 1910.” La Historia es inamovible. En las novelas, en cambio, los personajes toman rumbos impredecibles. La única regla es que, al final del camino, la trama sea verosímil. De niños aprendemos a rechazar lo incomprensible para nosotros y en la escuela vemos una sola versión de la Historia. En lugar de fomentar el espíritu crítico, el sistema apuesta por la línea del pensamiento uniforme. La literatura es poderosa porque despierta la curiosidad, de ahí la cantidad de obras que se ha ordenado quemar a lo largo de los siglos, en todas partes del mundo; es más sencillo gobernar a un pueblo de criterio adormecido. Los libros derrumban las versiones oficiales y borran poco a poco conceptos ajenos tatuados en nuestro intelecto como marcas de agua. Seguir el desarrollo de un personaje bien dibujado nos hace darnos cuenta de que hay varias formas de enfrentar una misma situación y de que lo que creíamos incuestionable no lo es. El negro y el blanco se difuminan para formar una gama de grises. De la literatura aprendemos a desaprender.

Encontrar puntos en común con el otro, el distinto, el ajeno, diluye fronteras de cualquier tipo. Despierta la empatía y la compasión. Sí, la lectura es peligrosa, pero sólo para quien quiere tener el control. Uno de los mayores retos del ser humano es encontrar su propio camino, pero ¿cómo encontrarlo dentro de capas y capas de barreras mentales? Leer por gusto, con la finalidad de seguir una trama, es una buena forma de derrumbarlas. Si el elefante del cuento sufí hubiera sido buen lector, probablemente sería libre.