Usualmente se recurre al sueño como metáfora de la muerte. Hypnos y Thanatos, los gemelos hijos de Nix, la Noche, aparecen ya en la narración homérica y su iconografía se encuentra bien asentada en la cerámica griega del siglo IV a. C. Luis Sazatornil[1] comenta que entre los antiguos, era más frecuente y arraigado el culto a Thanatos, de corazón frío e inquebrantable, que a Hypnos, quien no traía la muerte sino el sopor que la precede. Noche a noche, los gemelos hijos de Nix se disputaban a los hombres que se llevarían. Esta pareja mitológica está asociada a las explicaciones que permiten comprender lo oscuro, lo incierto y que, de alguna manera, tranquilizan al construir fantasías sobre lo que pasará cuando el cuerpo se separe de ese componente que estimamos trascendente.
Para Sócrates, la muerte era como un sueño profundo y nada malo ocurre a los que duermen; al contrario, el sueño más dulce es justamente el más profundo; la muerte no es temible en ese mundo, ni representada mediante esas metáforas. Plutarco hace referencia al símil entre la muerte y el sueño y al respecto, recoge pasajes tanto de la Odisea como de los Trabajos y los días de Hesíodo (“los hombres mueren como si cayeran en el sueño”). Muchos siglos después, en la espiritualidad de la monarquía católica de los siglos XVI al XVIII, por ejemplo, la metáfora del sueño no es para la muerte sino para significar la vida: el alma de los individuos se encuentra, por lo regular, sumida en un profundo sueño ocasionado por la culpa: seguimos viviendo pero evadimos dedicarnos a la meditación en nuestra vida postrera porque, de entrada, se da por perdida. Puede ser un sueño placentero, pero de ninguna manera se enfocará como un sueño productivo.
¿Se aprende a morir? En esa cosmovisión del mundo hispánico de los siglos XVI al XVIII, se considera más importante aprender a vivir, pues de esta manera, la muerte como un dulce tránsito está garantizada, lo mismo que el “negocio de la salvación del alma”. Sin embargo, esta espiritualidad olvidó el carácter tranquilizador del antiguo Hypnos, el dios de la antorcha invertida, que traía un dulce sopor y que permitía sumirse en los sueños.
El sueño de la espiritualidad católica del mundo hispánico siempre representa un estado que tiene al hombre al filo: de esto rinden testimonio las imágenes que se conocen genéricamente como “el sueño del pecador” y que representan a un individuo (generalmente, un personaje masculino, relativamente joven) que descansa con los ojos cerrados y el cuerpo reposado en el tronco de un árbol que está presto a ser cortado. En esas representaciones, Cristo se apura a tocar una campana para despertar al incauto de consciencia ausente: la Muerte tala, el Diablo amarra el tronco y lo jala hacia sí. Ese sueño tranquilo revela, en realidad, una enorme tensión, perceptible sólo para nosotros, que vemos la representación y construimos su significado, mas no para el incauto que duerme.
El alma dormida en la culpa es un tópico por demás prolífico en la literatura catalogada como “ascética” en diversos repositorios (yo prefiero llamarla simplemente espiritual). Se entiende que, a partir de los títulos de numerosas obras que se abocan a “despertar” la consciencia del que lee, la preocupación de que llegara intempestivamente el día postrero recorría a varios autores, tanto laicos como miembros del clero. El sueño debe desterrarse en pro de la salvación del alma, pues, como se dice en Mateo 25, 13: “Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir” (RVR1960). El antiguo sopor de Hypnos obra en contra de la acción: actuar para enderezar la vida en función de lo que se cree que vendrá después.
En la cultura occidental, el sueño revela, permite conocer lo que en la vida cotidiana nos permanece oculto. El procesamiento del material onírico no supone una operación intelectual, plantea Freud en La interpretación de los sueños, publicado en torno al año 1900. El desplazamiento y la condensación serán los dos obreros que trabajen a favor de la producción onírica; las ideas recurrentes que están en latencia se manifestarán una y otra vez en el sueño, se presentarán encubiertas, disfrazadas, veladas como el significado de los emblemas, es decir, como imágenes cifradas que están ahí para interpretarse.
En estos días, seamos creyentes o no, en México se vive una atmósfera de ensueño: se tiene la ilusión del retorno temporal de los que se fueron; se prenden velas y se montan altares para iluminar el camino de regreso de esos seres queridos que no sabemos en dónde están. Quizá esa ensoñación funge como el sueño (Hypnos): nos permite conocer y reconocer eso que en la vigilia no estamos dispuestos a encarar. Ese ensueño nos acerca y nos aleja a la vez de la muerte. Ya no podemos decir que estamos constantemente “dormidos en el sueño de la culpa”, más bien ahora estamos alienados por el ritmo y las dinámicas de una vida que nos aleja de nuestro propio centro. Resignificar todo lo que vehicula el antiguo Hypnos, que se representa con la antorcha invertida y que se asocia con la muerte, ponderar el conocimiento no narrativo que produce la ensoñación, quizá nos acerque a eso que normalmente no vemos.
[1] Luis Sazatornil Ruiz, “Hipnos y Tánatos. El arte, el sueño y los límites de la consciencia” en Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III. Alberto Castán y Concha Lomba, eds. Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2017.
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