Inspirado en la espléndida tercera novela de Fernando del Paso “Noticias del Imperio”, publicada en 1987, que como se sabe se centró en la figura de la Emperatriz Carlota en sus formas histórica e imaginaria, me di a la tarea de comenzar a escribir una novela histórica, ya no sobre el Segundo Imperio Mexicano, sino sobre la Reforma, centrándome en la figura de mi tatarabuelo Pedro Santacilia y Palacios. Mi principal interés fue confrontar a Maximiliano y a Juárez directamente, al ser este último juzgado formalmente por el Consejo de Guerra que lo condenó a muerte. Mi novela se basa en acontecimientos históricos reales, incluyendo la correspondencia intercambiada entre Juárez y Maximiliano, aquella otra entre el Archiduque y su madre, la que se produjo entre Víctor Hugo y Juárez y en la larga y rica correspondencia Juárez-Santacilia. Me di, sin embargo, la licencia de realizar dicho encuentro en vida, el cual nunca tuvo lugar pues Juárez se limitó a visitar el cadáver de Maximiliano después de su ejecución.
Mi inconclusa novela comienza de la siguiente manera: “Sonaron en los oídos del Archiduque Fernando-Maximiliano de Habsburgo las terribles palabras de su señora madre la Archiduquesa Sofía: un descendiente del Emperador Carlos V y de la estirpe de los Habsburgo no puede regresar derrotado a Europa, sepúltate con las ruinas de tu imperio. México le daba entonces la oportunidad de satisfacer a su digna estirpe. En lugar de verse acorralado para huir o para pensar en el suicidio o en la posibilidad de abdicar, el Consejo de Guerra instaurado a solicitud del presidente Juárez, resolvía que con base en la Ley del 25 de enero de 1862, el Archiduque debía ser ejecutado el 16 de julio de 1867”.
La figura del poeta Pedro Santacilia, nacido en Santiago de Cuba en junio de 1826, hijo de Joaquín Santacilia Pérez, teniente de granaderos del ejército español, y de Isabel Palacios y Mena, políglota que lo introdujo desde chico a los terrenos de las letras y de las lenguas, resulta particularmente relevante para el juicio del Emperador, ya que como éste tenía sangre completamente europea y, sin embargo, tuvo injerencia relevante en la historia de México. En efecto fue secretario particular del presidente, además de yerno suyo, pues se desposó con su hija mayor Manuela Juárez Maza. Sin embargo, a ambos europeos entrometidos en nuestra historia, se les juzgó con varas completamente distintas; pese a que el Emperador había sido invitado a México por la Junta de Notables para encabezar una Monarquía moderada, hereditaria y con un príncipe católico, el poeta nunca fue invitado por nadie y no obstante participó en algunas decisiones políticas y ejecutó órdenes del presidente.
En mi novela, el presidente Juárez es quien visita al Archiduque en compañía de su hija Manuela y de su yerno “Santa”, como aquél le decía. El encuentro se da en el Convento de la Santa Cruz en Querétaro en donde se encontraba como prisionero.
- “Estaban a punto de no verlo jamás. A la mañana siguiente era ya la víspera de la ejecución y Manuela decidió, por sí misma acudir al Convento de la Santa Cruz. Manuela ordenó a uno de los caballerangos que la condujera al lugar. Era muy temprano y apenas amanecía. Aprovechó un descuido de unos celadores que cuidaban el lugar y se asomó a la celda del Archiduque. Maximiliano dormitaba boca arriba sobre un catre. Al sentir la presencia de Manuela, Maximiliano despertó súbitamente y la miró con profundidad. Supo de inmediato que se trataba de la hija de Juárez. Aunque era menos morena que él, tenía algunos de sus rasgos un tanto disminuidos por la influencia de Margarita su madre. Manuela observó detalladamente al Emperador y reconoció en él a su propio marido, Pedro. Ambos de origen europeo, barbados y esbeltos, de gran altura y mirada tierna. Manuela súbitamente recordó a su padre completamente distinto a ellos. Muy bajo de altura, tanto que generalmente al sentarse le quedaban los pies colgando, de piel tremendamente oscura, nariz muy ancha, labios demasiado gruesos y con una tremenda rajada que iba de la comisura de sus labios hasta media mejilla, lo que daba motivo a sus enemigos para llamarlo el charrasqueado, y recordó que aunque tenía mirada sagaz, ésta era ladina. ¿A qué se debía tanta diferencia racial?, ¿por qué el descendiente de Reyes europeos se encontraba en una inmunda celda de un convento en manos de militares en pleno centro de la República Mexicana, semidesnudo y al borde la muerte?, ¿por qué su esposo, europeo al fin, se encontraba apoyando a Juárez en contra de la intervención europea en América, intervención que él mismo representaba?, ¿qué acaso Santacilia no había intervenido y participado en la toma de decisiones de México?, ¿había razones suficientes para asesinar a un hombre noble y bueno que había querido contribuir a la grandeza de México? Manuela no supo cómo contestar todos sus cuestionamientos internos”.
En mi novela no es Agnes Le Clerq, más conocida como la Princesa de Salm-Salm, ni Víctor Hugo, sino la propia Manuela la que logró persuadir a Juárez para posponer el fusilamiento del 16 al 19 de junio de 1867, a efecto de llevar a cabo una entrevista entre los dos próceres y para confeccionar el uniforme de gala que debería portar en su fusilamiento. Es ella quien le tiende la mano al Emperador para ponerlo de pie y medirlo. “Mientras tomaba las medidas del puño tomó su mano y de inmediato recordó la de su padre. Ésta era suave y blanca, afeminada, en fin. La de Benito era áspera y casi negra. Pero la mano del europeo siempre había estado tibia e insegura. En cambio, la de Benito fría como el hielo pero firme. De pronto Manuela observó su propia mano tomando la del Emperador y trató de ver la mano de su padre sobre la suya. La mano de Manuela semejaba más a la del Emperador que a la de su padre…”.
Por fin “Juárez se trasladó al Teatro de la República, allá en Querétaro, donde el Consejo de Guerra había sentenciado a Maximiliano a la pena capital, sin que Maximiliano hubiere concurrido al lugar, por encontrarse enfermo. Su enfermedad había sido la más pura de las depresiones. Juárez decidió conocerlo en el teatro erigido en Corte y no en el convento erigido en cárcel Imperial”.
En mi próxima columna me referiré a las reclamaciones que se hicieron Juárez y Maximiliano en dicho teatro y a la desgraciada aparición en mis manos del expediente de “Los Harapos Imperiales” que descarriló mi novela. Dicho expediente se refiere a un juicio llevado a cabo en México por el doctor Licea en contra de la Princesa de Salm-Salm y otros ilustres personajes de la época, quien se quiso cobrar a lo chino con las prendas que el Emperador portaba el día de su fusilamiento por los servicios prestados al gobierno de Juárez para embalsamar al Emperador. Pero esa es otra historia a la que también me referiré más adelante.
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