La semana pasada coincidieron en fecha dos tradiciones religiosas cuyo origen se encuentra en el hoy conocido como Antiguo Medio Oriente: el Pesaj para los judíos y la Semana Santa para los cristianos.
Ambas se instalaron en una celebración religiosa más antigua relacionada con la llegada de la primavera y la recolección de las primeras cosechas. En efecto, para las tradiciones previas a la aparición del judaísmo, el conocimiento de los cambios de estación permitió al ser humano el dominio del ciclo agrícola y determinó el modelo mitológico de las grandes figuras divinas garantes de la supervivencia humana.
Este primer dato, descubierto por la observación del ciclo agrario, en donde una semilla muere y al hacerlo genera una nueva planta con frutos abundantes, permitió trasladarlo a la comprensión de la vida humana para dar sentido y dirección a la existencia.
Así, en el judaísmo se vinculó esta celebración agrícola con el Pesaj, es decir, al recuerdo de la liberación de la esclavitud de que el “Pueblo Elegido” sufrió en tierra extranjera para ser guiado hacia la Tierra Prometida, en donde pudo vivir a plenitud la relación con su Dios Yahvé; para los cristianos, representó la memoria de la última semana de vida de Jesús que incluyó sus acciones, instrucciones póstumas, pasión, muerte y resurrección.
En el judaísmo, la plenitud de la relación con Yahvé se logra cumpliendo la Ley expuesta en los cuatro últimos libros de la Torá (Pentateuco); para el cristianismo, implica el seguimiento de Jesús, es decir, adentrarse en el conocimiento de la opción de vida que propone, basada en el amor y el servicio.
Ambas tradiciones marcan una importante guía fundamental en el crecimiento espiritual: la liberación de comportamientos que limitan, atan y esclavizan a los cuales todos los seres humanos nos sometemos como revela el judaísmo; o morir el ser humano caduco para renacer en una persona renovada, iluminada por la luz del viviente como propone el cristianismo.
Al margen de los detalles confesionales y simbólicos que ambas tradiciones reflejan, en lo profundo se encuentra un mismo evento altamente significativo para la realidad humana: hombres y mujeres somos seres perfectibles, en proceso, con la posibilidad ideal de tender hacia el crecimiento que capacita para enfrentar mejor el reto de la existencia y que vincula con mayor solidez a la comunidad.
Así, estas enseñanzas se suman a tantas otras que buscan generar personas cada vez más armoniosas, pacíficas, adaptables, felices y comprometidas con su propia historia y con la existencia justa, equitativa y solidaria de su comunidad y del entorno.
Efectivamente, la sabiduría subyacente, que es posible conocer, comprender, admirar y poner en práctica por medio de diferentes tradiciones filosóficas, religiosas o espirituales, mantiene en el fondo el mismo principio: un movimiento que impulsa a más y mejor individual y comunitariamente. Una comprensión que con el paso de los siglos se profundiza, se resignifica, se adapta, se complementa. Un entendimiento que permite la ampliación de la consciencia personal y comunitaria, que promueve una mejor relación con el medio ambiente y una humanidad más humana.
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