En estos días se celebra una de las dos fiestas más significativas en el mundo cristiano conocida comúnmente como Semana Santa o Semana Mayor. En ella se recuerdan los últimos días de la vida de Jesús, un hombre al que sus discípulos identificaron con el Mesías y más tarde como Hijo de Dios.
Ciertamente, la distancia en el tiempo y en el espacio junto con el desconocimiento generalizado de su entorno, generan en nuestro tiempo dudas razonables, confusiones, rechazos y/o interpretaciones limitadas del misterio que da origen al cristianismo. De aquí la necesidad de contextualizar para comprender un poco mejor la experiencia de Dios de aquellas personas.
En aquel tiempo, el territorio de Palestina estaba ocupado por el Imperio Romano, por lo tanto, se tenían que someter a su presencia, a su gobierno y a pagar los impuestos correspondientes. Para ellos, esto sucedía porque Yahvé, su Dios, lo había permitido a causa de su pecado, pero mantenían la esperanza de que cuando recibieran el perdón de lo Alto llegaría un líder, un hombre como ellos, un varón destinado por Dios, el Mesías que encabezaría la campaña militar que lograría la liberación del poder opresor.
En medio de este imaginario nació, creció y vivió Jesús de Nazareth. Al principio de su vida pública muchos le siguieron (Mt 14, 13-21), pues pensaron que era el personaje esperado; sin embargo, ni en vida ni después de su muerte fue reconocido por la mayoría de los judíos, para ellos no podía ser ese caudillo pues los romanos siguieron dominando la región.
Por otro lado, Yahvé era uno solo (Ex 20, 1-7), que si bien veía por su pueblo (Sal 33, 18-20; 121, 4-8; 13, 21-22), impedía cualquier acercamiento que no hubiera sido previamente dispuesto por él (Lv 10, 1-22), por ello, la confianza y familiaridad con la cual se expresaba Jesús de él, a quien llamaba Padre Abba, contrariaba a los judíos más ortodoxos y más cuando sus seguidores le reconocieran como el Hijo de Dios.
Entonces, si de acuerdo con la comprensión judía de su tiempo, Jesús no era el Mesías y sus discursos de Dios si acaso podían compararse con los de la tradición profética del pueblo de Israel, qué pasó en sus seguidores, qué pudo ser tan profundo y significativo en su experiencia que los llevó a reconocerlo como el Hijo de Dios (Mc 1,1).
Este misterio, estuvo en la convivencia con Jesús, la escucha de su mensaje, la experiencia de verlo padecer la tortura y el asesinato –pasión– sumados a la experiencia de la reconocerlo vivo –resurrección-, que les proporcionó a los seguidores un nuevo horizonte de comprensión de la realidad y les permitió superar sus miedos, fortalecer su debilidad, entender su compromiso con el bienestar de otros, dar sentido a su existencia y mirar el futuro con esperanza a pesar de la permanencia romana o cualquier otra adversidad.
Esta novedad predicada por Jesús primero y comprendida por sus discípulos después de su muerte hacía referencia a una relación con Dios, al cual ya no hay que temer, solo amar y sentirse amado por Él y a una relación que empuja a los seres humanos a reconocerse como hermanos y, por lo tanto a comprometidos con la justicia y el bienestar ajeno.