El universo funciona cíclicamente, en un ritmo que siempre se repite de acuerdo con el tiempo correspondiente. Esta regularidad del cosmos proporciona no solo guía y certeza para enfrentar la existencia, sino también es un formato para gozar comunitariamente de la vida.
Esta estructura en la antigüedad estuvo vinculada a poderes superiores, reconocidos como divinidades con responsabilidades diferentes que distinguían a unos de otros. Éstas se identificaban genéricamente dando existencia tanto a diosas como a dioses a quienes había que celebrar en festividades específicas de acuerdo con la forma de contabilizar el tiempo.
Los ritos que giraban alrededor de estas ceremonias eran rigurosamente cumplidos, pues de ello dependían los favores o la ira divina que se manifestaban en la vida cotidiana personal y/o comunitaria. Si bien, servían como medio de relación con los dioses y las diosas, también eran un fuerte vehículo de identidad comunitaria, de vínculo social y de identificación personal.
En efecto, el ritmo de la naturaleza permite establecer formas para contabilizar el tiempo: los días, las semanas, los meses, los años que más allá de garantizar la supervivencia y de agradecer a las divinidades correspondientes por las bendiciones recibidas como sucedió en el pasado, en el presente, y siempre, han sido un significativo medio para dar certeza y contención en medio de la incertidumbre que implica la existencia.
El ritmo reconocido y aceptado flexiblemente permite fluir de mejor forma, al abrir y cerrar cada uno de los ciclos que lo conforman, más allá del tiempo que marque un reloj, que no deja de ser un convencionalismo que no necesariamente está perfectamente adecuado con el imaginario uso horario (establecido por la humanidad para delimitar el tiempo y poder coincidir globalmente), o de la concepción de aquello que es pertinente de acuerdo con la contabilidad de años de una persona.
Evidentemente hay ritmos que compartimos comunitariamente relacionados con nuestros vínculos familiares, sociales y religiosos, los cuales asumimos como propios, hay otros que son personales. Los primeros nos unen con diferentes grupos humanos con los cuales nos sentimos identificados y nos dan pertenencia; con los segundos hay dos vertientes, las que tienen que ver con el propio ritmo y el que más o menos compartimos con todos los seres humanos, por ser de la misma especie.
Los ritmos personales dependen de la propia energía, de los intereses particulares, de la alimentación, del tiempo de descanso necesario, etcétera. En esta sucesión es necesario valorar y validar equilibradamente la existencia, asumiendo las tres dimensiones: cuerpo, mente y espíritu; los tres tipos de necesidades: fisiológicas, sicológicas y espirituales o de trascendencia, además de reconocer que somos proceso.
Aceptar que somos proceso nos permite dos cosas: 1) dejar el pasado atrás recogiendo lo bello, lo bueno y lo verdadero que tuvo sin cargar con el dolor que causó en su momento si fue una experiencia adversa y 2) saber que siempre hay más vida por recorrer independientemente de los retos que pueda implicar porque se entiende que se cuenta con las herramientas internas y externas para hacerle frente.
Asumir el ritmo de la vida impulsa a cerrar los eslabones del pasado para estar atentos a la argolla presente, disfrutando su existencia, reconociendo lo que representa, desarrollando las herramientas que obliga y compartiendo con otros su existencia sabiendo que a su tiempo habrá que cerrarlo para enganchar el siguiente.
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