Había llegado el gran día. Por fin el bebé sería llevado al Registro Civil para darle nombre a la criatura y, de paso, hacer oficial su vida. Había nacido cinco años atrás, en una ciudad marítima de una de las dos únicas regiones del país que seguían siendo territorio federal en los años setenta. Su padre, León, había estudiado la carrera de derecho en la UNAM y había participado en las manifestaciones estudiantiles. Se había caracterizado por ser uno de los mejores organizadores de congresos y actos públicos de apoyo a diversas causas en aquel entonces. Él, sin embargo, se auto proclamaba trosko o troskista. Era uno de los supervivientes del 68, aunque aquella matanza lo marcó para el resto de su vida. Una gran tristeza que nunca lo abandonó le invadió y, en la realidad nunca llegó a ejercer. No obstante, se casó y tuvo 3 hijos. A los 2 primeros los bautizó con los nombres de Cristina y Alejandro, pero en el caso del último tuvo un rebrote de su credo comunista-anarco-troskista y decidió que los progenitores no tenían el derecho de darle el nombre a sus hijos. Según él, debían de ser estos los que, al tener un cierto uso de la razón y la palabra, se nombraran a sí mismos. En alguna ocasión incluso llegó a pedirles perdón a sus hijos mayores por haberse arrogado tal derecho y les preguntaba si les gustaba el nombre que se les había dado. Los menores, aleccionados por el resto de la familia, respondían que estaban muy a gusto con el nombre que él les había dado. No fuera ser que, al menor rechazo, decidiese abrir un juicio para que cambiasen de patronímico.
Por supuesto que la familia luchó en contra de la idea de León, haciéndole ver la locura que era dejar innombrado a su benjamín, las repercusiones legales y prácticas que podía conllevar esa decisión, pero no hubo forma de hacerle cambiar de parecer.
La que más le hizo frente fue su propia madre. Conocía bien a su hijo y sabía que nada le haría cambiar de opinión si se le neceaba. Era muy terco. Pero, por otra parte, ella se negaba a no poder llamar a su nieto por su propio nombre. Si León se hubiera conformado con no bautizarlo por el rito católico, ella, siempre tan beata, se habría molestado, pero lo habría entendido dada a ideología de los padres. Lo que sí no tenía perdón de Dios era condenar a esa pobre criatura a un limbo jurídico que, a la larga, le produciría un ostracismo. Por ejemplo, ¿cómo meter a un niño en una guardería si no tiene nombre?
Cinco años de disgustos habían pasado desde entonces, pero ya estaban ahí, en la sala de espera del Registro Civil. La espera, era larga, como siempre lo es cuando se trata de ir a una oficina pública. Tras una hora de pie llegaron ante la ventanilla.
―Acta de nacimiento del hospital y documentación de los padres ‒escupió la funcionaria sin mediar saludo‒.
Obedientes, los progenitores entregaron los papeles.
―¿Dónde está el bebé? ‒preguntó la funcionaria‒.
―Aquí ‒dijo León señalando a su vástago‒.
Fue entonces que la funcionaria dejó de actuar como un robot y se fijó en los papeles que le habían dado.
―Si me esperan un momento.
Abandonó la ventanilla para dirigirse a un despacho de donde regresó con un licenciado de pelo encrespado y cuyo traje y corbata no conseguían enmascarar su similitud con el mítico jugador del Zacatepec, “El harapos” Morales. Ya una vez dentro del despacho, les increpó con severidad:
―Nunca, en todos los años que llevo de funcionario he visto padres tan inconscientes, salvo en poblados indígenas, pero ahí tienen como disculpa las dificultades que conlleva alcanzar un pueblo civilizado, pero ustedes que viven en la que dentro de no mucho tiempo será la capital de un Estado de la República, no tienen perdón. Debería de denunciarlos por malos padres. Es que acaso ¿no saben que sin nombre esta criatura no puede ser escolarizada sin ir más lejos?
Lejos de defender sus teorías libertarias, León agachó la cabeza y pidió a su esposa e hijo que salieran. Unos minutos después, ambos salieron del despacho y el funcionario se dirigió solícito y contento a la funcionaria que los había atendido en primer lugar.
―Estelita, ya hemos arreglado la irregularidad concerniente a esta criatura. Me hace favor de registrarlo inmediatamente.
―¿Cómo conseguiste que cambiaría de opinión? ‒pregunto sorprendida y en voz baja Amalia; la esposa de León‒.
―¿Tú qué crees? ‒respondió León entre dientes‒. Le di una mordida.
―Bueno, pues ya tenemos todo listo. ¿Qué nombre quieren ponerle a su hijo?
―A ver, chamaco, ¿cómo te quieres llamar? ‒dijo León‒:
Sonriente, el niño dijo:
―Yo me quiero llamar Steve Austin.[1]
León cogió aire y sentenció:
―Tú te llamas Paco Estrada Gómez y te callas.
[1] Nombre del protagonista de la serie de ciencia ficción “El hombre biónico”.
Grande Patricio!