La jugada estaba clara comer con el caballo el alfil de la máquina, poniendo en jaque a su rival y en el siguiente movimiento aniquilarlo. No obstante, el pensador no quería precipitarse. Más de una vez se había caído en la trampa del ordenador por impulsivo. Todavía quedaba una larga hora antes de la salida del trabajo. Era uno de esos días de verano que parece que nunca se van a terminar y apenas había trabajo, pero era necesario simular que se estaba haciendo algo. Para hacer más pesada la espera, el ventilador se había descompuesto y en la calle el termómetro marcaba los 40 grados. Sin embargo, tenían prohibido abrir las ventanas. Su jefe era de la vieja escuela; de los de “aquí se hace lo que yo digo” y que consideraba que los trabajadores estaban demasiado bien pagados. Algunos comerciales pensaban que el jefe renunciaba a posta a jugosos contratos que le traían sus empleados con tal de no tener que pagarles un mayor sueldo.
El licenciado en Letras cum laude iba a ejecutar su ataque final cuando oyó un zumbido familiar que le distrajo. Cuando finalmente llevó el ratón hacia el tablero, ya se había olvidado del movimiento que tenía planeado.
—He vuelto a fastidiarla. Me he metido en un espacio cerrado y ahora deberé buscar la salida. Ya la veo ‒afirmó el insecto‒.
—¡Qué cojones! Menudo avispón se ha colado en las oficinas. En cualquier caso, lo ignoraré hasta que salga de aquí. Yo a lo mío; la partida de ajedrez ‒concluye el filósofo‒.
—No sé qué mierda pasa, pero por más que revoloteo no consigo abandonar este cubículo y eso que veo los árboles del exterior. Debe de haber una barrera invisible ‒comenta angustiado el ser alado‒.

—Este avispón me está distrayendo. ¡Claro!, ya me comió la reina la puta máquina ‒constata irritado el filósofo‒. Hay que reconocer que es bello con sus alas azules ‒agrega‒… No lo consigo. Será mejor que pare un rato.
—Estoy agotado ‒dice jadeante el avispón‒.
—Si no lo ayudo, puede pasarse así toda la tarde. Le pondré el periódico a su alcance y cuando se trepe en él lo llevaré a la ventana ‒decide el ser pensante‒.
—Y ahora éste por qué me acerca ese objeto blanco y negro. Me acercaré para verlo mejor ‒afirma curioso el avispón‒.
— Ya está encima del diario. Ahora con mucho cuidado lo llevaré a la ventana ‒se dice a sí mismo el pensador‒.
—¿Qué pasa? Todo se está moviendo y a gran velocidad. Ya lo entiendo. Este ser de dos patas me ha tendido una trampa. ¡Se va a enterar! ‒amenaza el himenóptero‒.
—¡Será cabrón el desgraciado! Se me echó a la cabeza sin decir ni agua va. Menos mal que lo esquivé. No obstante, he logrado acercarlo a la ventana. Ahora la abriré, esperaré a que salga y la volveré a cerrar. Fin de la historia ‒comenta esperanzado el devorador de libros‒.
—Juzgué mal al gigante. Sólo quiere ayudarme. Ya veo el camino a la libertad. Ya estoy salien… ¡Ay! ‒grita el vespa crabro‒.

—¿Será imbécil el bicho? Irse a meter justamente entre la ranura de las dos hojas. Lo he matado ‒confiesa el que sólo sabe que nunca sabe nada‒. Será mejor deshacerme de él.
—Nunca hay que fiarse de un ser de dos patas. Por ello muero ‒concluye agonizante el insecto de la familia vespidae‒.
—Este suceso me demuestra la futilidad del esfuerzo humano. Buscamos ayudar a los demás y acabamos destruyéndolos ‒concluye existencialista el hombre‒. Y ahora será mejor que me ponga a trabajar si no quiero que mi jefe me espachurre como al bicho.