El presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, ha emprendido una cruzada para crear nuevos derechos en diversos ámbitos. Se construye una narrativa progresista hacia un Estado de bienestar: apoyo a grupos vulnerables; un sistema de salud con estándares nórdicos; educación de excelencia; soberanía científica, entre otros. Todo ello es loable y debe ser apoyado. El problema es el cómo, quiénes y, sobre todo, con qué recursos.
Mientras la narrativa es progresista, la política fiscal y presupuestal es profundamente conservadora, una especie de “neoliberalismo de bienestar”. Al presidente no le están dando las herramientas, o no se las quiere construir, para lograr las metas con las que sueña –y soñamos los ciudadanos con un sistema de salud como Dinamarca y uno educativo como Finlandia–.
Para lograr el bienestar y el desarrollo es indispensable un Estado fuerte y, en México, los datos muestran que tenemos uno muy débil. El problema de fondo es fiscal y de capacidades institucionales. Nuestra recaudación es de las más bajas del mundo (16% del PIB), lejos del promedio de la OCDE (34%), y más lejos aún de lo que recaudan Dinamarca (44%) o Noruega (39%), dos de los países nórdicos referidos por López Obrador en su mañanera como ejemplos de desarrollo.
Es difícil lograr un Estado de bienestar cuando el gobierno no destina grandes cantidades de dinero para la provisión de servicios públicos. En nuestro caso, el gasto público es alrededor del 33% del PIB. En otros países, como Francia y Finlandia, el porcentaje del PIB destinado al gasto público es del 56 y el 53% respectivamente.
Parece difícil que se pueda crear un sistema de salud pública de primera y gratuito destinando el 1.2% del PIB, mientras que Noruega y Dinamarca le destinan el 8%. Otro indicador que nos puede dar más luz sobre la distancia entre nuestro país y los estados de bienestar mencionados por el presidente es el gasto gubernamental per cápita. En México este gasto también es el más bajo entre los países de la OCDE ($5,600 dólares al año), en contraste con Noruega ($35,700) o Dinamarca ($29,300) cuyos gobiernos gastan por persona hasta seis veces más que el nuestro.
En educación superior, la reforma constitucional del año pasado estableció dos derechos fundamentales, pero muy caros: por un lado, la obligatoriedad de este nivel educativo (para el Gobierno, no para el ciudadano), y por otro, su gratuidad. Asimismo, el Programa Sectorial de Educación establece la meta de alcanzar el 50% de cobertura para el 2024; ello implica incorporar un millón de estudiantes más en los próximos cuatro años con todo el gasto que esto implica.
Sin embargo, en el recién aprobado Presupuesto de Egresos de la Federación desaparecen los fondos federales extraordinarios para las universidades públicas, entre ellos, precisamente, el que mandata la Constitución para garantizar la obligatoriedad y la gratuidad.
Acátese, pero no se cumpla. El Dictamen de la nueva Ley General de Educación Superior, en discusión en el Senado establece profusamente en el texto que los anhelos presidenciales estarán “sujetos a la disponibilidad presupuestal” que dicte Hacienda. Es decir, se aprobarán estos nuevos derechos sí, pero se lograrán solo si alcanza el dinero. No va a alcanzar.
Si aspiramos desarrollar un sistema educativo o de salud como el de los países desarrollados, debemos pensar también en la necesidad de igualar sus niveles recaudación. Así por ejemplo, Dinamarca tiene una recaudación del 44% del PIB, para llegar a los estándares nórdicos, México tendría que pasar de una recaudación de 3.5 billones (16% del PIB), a 9.6 billones de pesos (44% del PIB) anuales aproximadamente, según datos de la OCDE.
Sin un nuevo Pacto Fiscal, no habrá desarrollo ni bienestar. Para redistribuir mejor, también hay que crecer el pastel.
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